Escuchar artículo
|
Decirles “micro machismos” los hace sonar diminutos, como si no fueran casi relevantes, como si no pensáramos en ello una y otra vez después de que sucede. Decirles “micro machismos” los hace sonar como si no fueran rutinarios, como si no fueran del día a día, como si fueran especiales, cuando en realidad suceden cada vez que salimos de la casa, en el sector privado, en el sector público, en la calle, en centros comerciales, en debates, en la ONU y en el gobierno. Como si al final del día no fueran determinantes en las decisiones de las mujeres.
Les hemos llamado así para explicar este fenómeno en el que el machismo no mata, no viola ni pega, pero sí que amordaza.
“Niña,” le llaman a una mujer hecha y derecha, “muchacha,” a una mujer profesional. “Jugetona,” le llaman a una mujer para ellos desconocida, quien modera un debate de candidatos a la Alcaldía de Medellín. Y los demás se ríen.
A una candidata al congreso la codean al frente de una multitud, quitándola del centro de las cámaras. Me dicen que hablo muy duro, cuando mis amigos hablan de la misma manera. Se dice que soy complicada porque soy feminista, aunque tengo mis creencias, así como cualquier persona.
Nos silban en la calle, así solo se vea la piel de nuestro tobillo porque el jean se nos levanta un poco al caminar. O también lo hacen si en los calores de Medellín nos ponemos unos shorts. Nos pasan por al lado y con aliento a cigarrillo nos dicen que estamos muy buenas, “qué teticas tan ricas,” o “que rico esa boquita.” Personas desconocidas, hombres de nuestra edad o que han celebrado el triple de cumpleaños que nosotras, nos miran de arriba para abajo, como si la calle, que es pública, fuera su showroom de mujeres.
Desde que tenemos memoria, hemos aprendido a cambiarnos de acera cuando vemos a un hombre con esa mirada particular que también hemos aprendido a reconocer, pero que es imposible de describir. Hemos aprendido que decir que queremos ser madres es una condena para nuestra vida profesional, aunque seamos las mejores en nuestro campo. Que los abusos se callan, y cuando hablamos sobre éstos, nos cuestionan al preguntar si realmente fue un abuso de poder o si es que simplemente ellos tienen derecho a hacer con sus empleadas y subordinadas lo que plazcan.
No queremos ofender, porque eso es lo último que una mujer con clase hace, entonces vamos a citas con hombres que no nos gustan, nos aguantamos las pataletas de celos de cuanto novio tengamos porque salimos a comer con nuestros amigos, y nos entregamos del todo porque nos metieron el cuento de que nosotras no somos propias, que tenemos que ser compartidas con alguien más para estar enteras.
“Yo sí creo que las mujeres pueden trabajar, pero es la responsabilidad del hombre ser el proveedor principal en la casa,” o “a las empresas les va mal si contratan mujeres porque pueden quedar en embarazo,” son algunos de los comentarios que he escuchado recientemente. “¿Quién es el hombre de la relación?” preguntan cuando una mujer tiene novia o esposa.
También se burlan de nosotras cuando no nos reímos con los chistes machistas. “Es que no saben de humor,” dicen. “Ya no se puede hacer chistes porque las feministas se ponen bravitas.” Y sí. ¿Por qué hacer chistes de una mujer que ni conocen, de una lucha centenaria por la equidad entre los seres humanos? ¿Por qué burlarse del dolor ajeno, de situaciones que realmente sí afectan la vida de las mujeres? ¿Eso qué tiene de chistoso?
Aunque pareciera delgada, la línea entre el humor y el machismo es clara, es contundente. No, no me reiré con los chistes machistas de un hombre que no conozco, que no me conoce, y que lo único que tiene para decir sobre la igualdad de género es que las feministas somos unas “feminazis.” Tampoco me voy a reír por incomodidad, ya superé este mecanismo de aguante hace mucho tiempo, y jamás volveré a validar este comportamiento al permanecer callada.
Estas formas de machismo, que son tan normalizadas e invisibles para muchos (y muchas), duelen. Realmente pesan, nos hacen cuestionar si sí deberíamos tener aspiraciones tan grandes, si deberíamos simplemente aceptar nuestra posición en el mundo. Nos hacen pensar si al fin sí es verdad que lo único que tenemos por aportarle al mundo yace en nuestro físico. Si deberíamos cambiar nuestra forma de vestir, nuestra forma de hablar, nuestras creencias, nuestros deseos, para no tener que seguir enfrentando el peso de sentir que somos diferentes, que somos demasiado o muy poco, que somos menos.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/