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Me despertó el dolor. El quemón empezó en el entrecejo, bajó por la nariz y se extendió hacia cada cachete. Luego, se volvió a unir sobre el labio. Tenía pequeñas y repartidas ampollas. Al principio era anaranjado y después rojo-rojo.
Cuando llegué a la tienda dermatológica, solo iba a comprar una crema especializada que me ayudar a prevenir las manifestaciones de dermatitis que con cierta frecuencia me aparecen alrededor de la nariz.
La vendedora, con mucha convicción, me entregó el producto y me obsequió lo que para ella era la misma crema, pero en una presentación más pequeña. Ahí mismo, en la tienda, empecé a usar la muestra, un gel, previendo un pequeño punto de ese brote ya conocido.
Usé el gel durante el día y, poco a poco, la cara empezó a arder. Me sabía emocionalmente enmarañada, porque las cosas no llegan solas: mezcla de ansiedad, una urgencia odontológica, el susto de sentir y ver mi rostro afectado; el cansancio, la duda. Ese enredo me hizo asegurar que tenía una crisis de dermatitis y, por eso, la cara roja.
El segundo día, cuando me despertó el ardor, la sospecha se instauró en el gel. Revisé el empaque y consulté en internet, entonces supe que había estado aplicándome un jabón dermatológico que se debe usar en el cuero cabelludo durante tres minutos y luego retirar.
La recetada era una crema, blanca, distinta al gel en consistencia, pero los empaques son idénticos. Ardor en la cara y en la consciencia. A veces, me parece chocante esa consigna que dice que de todo se aprende. Pero, un episodio como este sí deja, además de las obvias sobre el proceso, varias enseñanzas:
Primero, recordar aquello que la filosofía nombra como “razonamiento abductivo”. Ese que acompaña a la deducción y a la inducción. Dicen que es el pensamiento del detective, y buen ejemplo es Sherlock Holmes. Dicho así parece muy lejano. Pero, es la capacidad que tenemos de unir experiencia e intuición. Es atender indicios, causas, signos. Darse cuenta de relaciones que no parecen lógicas, pero que tienen otros sentidos.
Segundo, a pesar del dolor físico, ser consciente de la absoluta capacidad de recuperación del cuerpo. En estos días la piel es casi un laboratorio para la observación y la sorpresa. Cambia de color, se siente arder y luego está tensa. Escamas. Se calma. Luego rojo más intenso. Mejora. Empeora. Mejora.
Tercero. Filosofía, razón, medicina, en una pata. Y en la otra, el amor: las manos calurositas de Marina, quien limpió mis heridas y que les puso atención a mis palabras. La compañía de la madre, del novio, del hermano. La pregunta solidaria de los compañeros de trabajo. Las amigas presentes. Y el cuidado propio.
Por lo pronto, queda cantar: “Cúrate, mijita, con el amor del más bonito, haga caso a la intuición. Mira el mundo entero con el ojo aquel que lleva usté en la frente. Cúrate, mi niña, con amor del más bonito. Y recuerda que té eres la medicina. Cúrate, mi niña con amor del más bonito…”
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