Una de las cosas que más puede torturar la vida es tener malos vecinos. Te esfuerzas por acomodar tu lugar de descanso, por hacer confortable tu casa, tu refugio frente al agobiante mundo, la cápsula que te aísla y reconforta, el punto de encuentro con las personas que amas, donde atesoras las cosas que con esfuerzo compraste, donde viven tus antojos, donde duermes y descansas, donde está tu intimidad. Pero todo puede venirse abajo cuando quien vive a tu lado tiene sobrevalorada su existencia sobre el resto de los mortales y lo hace notar cueste lo que cueste.
Lo peor de los malos vecinos es que en ocasiones no saben por qué son malos. Simplemente hacen lo que hacen porque sí. Lo aprendieron y nadie les enseñó a tener límites en los linderos, eso no venía en las escrituras.
Me pasó hace un par de años. Hasta revisé los conjuros que la sabiduría popular contiene, como poner la escoba al revés detrás de la puerta de la casa, echar pimienta voladora, sembrar en el jardín de la entrada la medalla de San Benito, pero nada pudo contra el mal ambiente que generaron en el vecindario. Nos tocó salir huyendo de la propia casa todo a costa de los malos vecinos.
Hay que confesar que se cae en el juego de los estereotipos, así esté en contra de ellos. Pero afloran los prejuicios en medio de los episodios en los que la música elevada interrumpe el sueño por varias noches, o en la pelea que traspasa las paredes en las que se cuecen tantos improperios juntos que faltaría la vida para entenderlos y aprenderlos. Todo también depende del tipo de vecinos. Si son de los que creen que por tener plata y cargar armas están en la cima, que están en su mejor momento en la vida para demostrar el culmen de la prosperidad, si son de ese grupo, en ese punto no hay nada que hacer. Empaque y váyase.
Qué habilidad, qué talento señoras y señores para joderle la vida a quien le rodea. Se acaba la tranquilidad, se esfuma el confort. La premisa preferida de los malos vecinos siempre será que lo ancho es para ellos o ellas y lo angosto para el resto.
Ahora imagine situaciones similares en cualquier contexto. El vecino o vecina en la oficina, que le interrumpe la concentración mientras usted hace el informe solo por contarle cualquier cosa insulsa que vio en la televisión, o le desconcentra con ruidos repetitivos mientras usted está en la reunión.
El vecino en el bus que le arrincona contra la ventana porque necesita tener las piernas bien abiertas para acomodarse él solo, a costa de la incomodidad de la de al lado.
El que se corta las uñas al lado suyo en la sala de espera del médico.
El de la mesa de al lado en el restaurante familiar, que decide hablar por teléfono con los altavoces al máximo volumen y con términos subidos de tono, en presencia de menores de edad. Y así siguen los ejemplos.
Pero cualquier persona podría superar un episodio incómodo, incluso eventuales pruebas de resistencia de la paciencia siempre y cuando no se transgreda el espacio personal, porque cuando se nos meten en la casa, en sentido figurado, ya es otro asunto de tono mayor.
Ahora imagínese que el vecino quien perturba y se tiene bien aprendida la lección de egocentrismo es el país de al lado, solo imagine. Aplica en todos los momentos de la historia, contextos y latitudes.