“Sin embargo, la ciencia es en sí misma moralmente neutral. Es como una espada de doble filo. Un lado de la espada puede hacer cortes que acaben con la pobreza, la enfermedad y la ignorancia. Pero el otro filo puede hacer cortes en contra de las personas. La manera de blandir esta poderosa espada depende de la sabiduría de los que la manejan”. 

Michio Kaku.

Hace unos días tuve una reunión con una persona que me contactó a través de redes sociales para hablar de política. Me sentí como en una entrevista de trabajo. Me preguntó por la coyuntura, por el Nuevo Liberalismo, por mi paso del mundo académico al mundo político, entre otras. Hizo varias preguntas por el estilo, pero hubo una pregunta que me quedó sonando: ¿Usted cree que el poder cambia a las personas? Creo que los seres humanos tenemos una tremenda capacidad para cambiar, pero solo algunas personas la desarrollan. 

Mientras escribo estas líneas imagino a Yuval Noah Harari burlándose de mi ingenuidad. Para este historiador, básicamente, lo que somos, lo que sabemos que somos y mucho más aún, lo que ignoramos que somos, está determinado por una cantidad inconmensurable de vectores (fuerzas). Por esta vía Harari cuestiona la idea occidental del libre albedrío. Creemos que somos libres, pero porque ignoramos los factores que nos determinan. 

No quiero invadir campos de disciplinas que apenas he husmeado con algo de curiosidad, aunque cada vez estoy más convencido de la necesidad de que en las facultades de ciencia política se brinden herramientas analíticas propias de la psicología. ¿El poder cambia a las personas? ¡Qué pregunta tan difícil! Como pude articulé un par de frases con algo de coherencia, pero sin mayor profundidad. Me sorprendió tanto, que sigo intentando responder. Sobre todo, porque sabemos tan poco de nosotros mismos y sabemos mucho menos sobre los demás, que cualquier respuesta estaría inconclusa.

Sin embargo, pensé en Claudia López. Recuerdo que cuando ganó se generó una gran expectativa que de inmediato se vio reflejada en las encuestas. Durante sus primeros meses de gobierno registró una altísima e histórica favorabilidad, que poco a poco se fue diluyendo e incorporando a la maraña de nuestras frustraciones. Incluso, muchos de quienes estuvimos del lado de su principal contrincante, nos alcanzamos a ilusionar. 

Como ya lo dije un par de columnas atrás, uno tiene que hacerse cargo de sus expectativas. Esperaba más de Claudia López, así como muchos de sus votantes. Aunque en campaña, Claudia practicó religiosamente el “todo vale” (y Antanas Mockus se hizo el de la vista gorda con eso), al principio de su gobierno quise hacer a un lado las heridas de la contienda electoral. Pensé que tal vez estaba asustada y que sus ataques y arranques populistas eran apenas un síntoma del desespero.

No tengo muy claro en qué sentido el poder podría cambiar a las personas o si a todas nos cambia por igual, o en el mismo sentido. Pero algo que sí tengo claro es que las campañas son procesos políticos muy exigentes y despiadados. Alguien me dijo en estos días que de las campañas quedan callos y cicatrices.  Y es en ese tipo de condiciones extremas en las que los líderes se enfrentan a disyuntivas en las que se ponen a prueba sus principios y valores. 

Una vez, en un debate, durante las elecciones del 2007, Antanas Mockus le preguntó en vivo y en directo al entonces candidato Samuel Moreno si compraría votos para salvar a la ciudad. Samuel Moreno dijo que sí y un par de años más tarde salió por la puerta de atrás del Palacio de Liévano. Tal vez los votantes de Moreno no entendieron que comprando votos no se salva una ciudad, sino que se termina de fregar. Los fines son importantes, pero los medios también.  

Durante la campaña de 2019, Claudia López no tuvo reparos en atacar con mentiras e insultos a sus contrincantes y muchos de sus simpatizantes miraron hacia otra parte. No sé si le reclamaron en privado, pero al menos en público muy pocos salieron a desmentirla cuando se le fue la mano. Nunca se disculpó. Quizás muchos de ellos se sintieron identificados con ese “todo vale” en el que no importan los medios sino el fin: la victoria. 

Algunos de sus colaboradores más cercanos la secundaron. Ariel Ávila, por ejemplo, no tuvo problema en sumarse al combo del “todo vale” y favoreció a Claudia con acusaciones temerarias. Faltaba menos de un mes para las elecciones y ella comenzaba a bajar en las encuestas. Hoy Ariel es candidato.  Espero que haya aprendido de sus errores y no los vuelva a cometer. 

No sé si fue el poder, o en este caso la ambición por llegar a él, lo que los cambió. Los vi mentir. Se me cayó del pedestal un grupo de personas a las que les debemos el valor con el que enfrentaron la alianza entre políticos y criminales. ¿Mintieron solo en campaña? ¿ya habían mentido antes? ¿volvieron a mentir después de eso? No es un asunto menor. En el fondo todo esto se traduce en un problema de confianza. 

Como testigo de primera mano, para mí ha sido difícil volver a creer en Claudia López y en Ariel Ávila. Problema mío, yo sé. Pero también es un problema público. Los líderes políticos tienen una responsabilidad muy grande porque el costo de victorias construidas sobre las bases endebles de la mentira y el populismo es muy grande. Se traduce en frustración y desencanto frente a la política. 

Aunque sigo pensando cómo responderle a mi contertulio, me sostengo al menos en una certeza que tengo como derrotero: un candidato es al mismo tiempo una pista, o incluso una advertencia, ya que como se hace campaña se gobierna.

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