Los sanadores

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Contaba la etóloga inglesa Jane Goodall en el podcast Elemental la historia de una niña sudafricana que, al enterarse de que iban a sacrificar a un montón de animalitos de un albergue, pidió que la dejaran ir a darle diez minutos de amor a cada uno antes de morir. No había cómo eliminar ese dolor, pero ella quiso reparar lo que estuviera a su alcance, evitarles el sufrimiento de la soledad en sus últimos momentos de vida, hacerles posible la compañía, la calma, que el infierno no fuera el sentimiento final. Me pareció una preciosa ilustración de la esperanza.

Porque una verdadera humanidad hace posible limar algunas orillas del cristal afilado que es la realidad. Habla Sue Stuart-Smith en La mente bien ajardinada de una ópera de Ravel en la que un niño castigado por su madre se desquita maltratando sus juguetes y a sus mascotas, y empieza a sentir las consecuencias: oye al árbol del jardín quejándose por las heridas que le ha causado, los insectos cuyas familias ha lesionado lo atacan, entonces se da cuenta de que “los animales del jardín se quieren”. En el momento en el que venda con su ropa la pata lastimada de una ardilla el universo se transforma y los animales lo acompañan a casa. “Los niños necesitan verse confirmados por el mundo que les rodea y creer en su capacidad de amar”, dice Sue Stuart-Smith.

Nos falta aprender a acercarnos a distintos lenguajes y diversos dolores para usar más lo que nos hace únicos. La racionalidad sola no sirve para nada. Es solo conectando mente y corazón como nuestra inteligencia adquiere todo su sentido, todo su valor. Y nos rodea la naturaleza, que es la gran maestra en vulnerabilidad, generosidad, compasión, colaboración, resiliencia, sanación. Basta con observarla de cerca, con paciencia, constantemente, para vibrar con ella. En el viaje que hice hace poco a los países nórdicos me llamó la atención que muchos de los grandes parques de las ciudades se alejaban de esa imagen de jardín impecable: había maleza, florecía lo silvestre, dominaba un espíritu salvaje que al principio me sorprendió pero que después busqué con insistencia, pues ahí respiraba más profundo, percibía ese lenguaje que vuela entre los bosques, que mezcla la belleza con la nostalgia y da ganas de vivir. Entre los rayos de sol que se cuelan por las ramas de los árboles y acarician las flores y los insectos, allí germina la compasión del mundo.

Pero es importante amar para que se agudicen los sentidos. No todos comprenden estos lenguajes. Hay que desarrollar los ojos de la belleza, tener claros esos trozos de universo que nos hacen temblar la voz al contar historias. Como el señor que recoge la basura en un sitio que visito con mi pareja con frecuencia, que sabe que nos encanta la naturaleza y que hace unos días casi se tiró de la moto cuando nos vio para mostrarnos la cascada que descubrió en su tierra, a unos kilómetros de allí. Eso de lo que se sentía orgulloso era su base para fortalecer nuestro vínculo, la comprensión implícita del cuidado y el amor por la belleza que nos abriga, una manera de compartir la esperanza universal.

Cuenta el periodista Juan Arias que, en medio de la Guerra Civil Española, su padre, que era un maestro de escuela rural, les dijo a él y a sus hermanos antes de morir: “Hasta en la cárcel seréis menos infelices si os gusta leer.” Juan Arias tiene hoy 91 años, el consejo lo recibió hace 83, pero lo persigue, cambió su vida. Pienso en lo que le hace a la existencia un pedazo de sabiduría como ese cuando se recibe a tiempo. Como al niño a quien enseñan a asombrarse y a amar a la naturaleza, a llenarse de ella para estar vivo y cultivar su relación con el presente, de manera que la incertidumbre del futuro no se lo lleve por delante. Es a partir de esas enseñanzas que se forman personas capaces de intuir otras vidas posibles, de oír el bosque, ayudar al desconocido, llorar con una guerra lejana, sanar el mundo dándole diez minutos de amor a un animal que va a morir porque no encontró lugar en la tierra.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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