La democracia siempre ha estado en peligro porque su condición es la de un acuerdo endeble, en disputa, donde siempre hay algunos que están jalando la cuerda, intentando acaparar beneficios, tratando de romper el pacto de igualdad que está en la base del régimen que perfeccionaron Clístenes, Solón y Pericles. La naturaleza de la democracia, de la política misma, es la confrontación de intereses, el conflicto entre aquellos que tienen mucho y quienes no tienen nada. La política, trayendo a conversar a Ranciere, aparece allí donde se identifica un daño a la igualdad, donde aquellos que no hacen parte de la comunidad política declaran su inconformidad.
Esa igualdad entonces siempre es ambigua, subsidiaria al poder. Su naturaleza es la promesa, el horizonte. Desde el siglo V AC hasta acá, la democracia ha sido la lucha por integrarse a la polis de los que no tienen parte: los que no son propietarios, los esclavos, los extranjeros, las mujeres. Sus disputas golpean el hermetismo mismo del sistema, abren un resquicio de luz por donde se cola la igualdad.
La incorporación de las personas que no tienen parte en el arreglo democrático es frágil, depende de que los que controlan parcialmente el sistema no se reagrupen para prolongar sus privilegios e implementen un arreglo institucional basado en la exclusión. En ese sentido lo que tenemos ahora es una reorganización neoconservadora que busca derrumbar el pacto de igualdad democrática, e instaurar una especie de plutocracia. Este peligro no es nuevo en ningún sentido, pues los derechos de los que no hacen parte siempre han estado amenazados.
Lo que sí podría ser una forma novedosa de articulación de la disputa democrática, que vemos en la consolidación del Alt-right, es lo que Ruth Wodak llama la política de la desvergüenza. Es como si con sus acciones y sus declaraciones — el lenguaje es también una forma de acción— los políticos de extrema derecha estuvieran corriendo los límites morales, tanteando hasta dónde pueden llegar, qué cerco de derechos se pueden saltar, o directamente tumbar. Las declaraciones abominables frente los migrantes, los pobres las mujeres, los homosexuales no parecen tener consecuencias. Hace unos años cualquiera de estas afirmaciones les hubiera costado su carrera a Orbán o a Trump. Pero ahora el rechazo social se diluye rápidamente en la maraña del escándalo siguiente.
Tenemos entonces unos enemigos de la democracia que son más desvergonzados, que aplastan con sus palabras a los que — con su disputa permanente— amplían el espectro democrático y garantizan el principio de igualdad. La democracia es una promesa que está en disputa, que vive en constante amenaza, no en vano la palabra ágora está relacionada etimológicamente con la palabra agon, que en griego significa lucha o competencia.
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