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“Cerró los ojos y volvió abrirlos y, sin embargo, allí seguía el mismo cuerpo, tan distinto al que recordaba cuando se ponía la ropa a toda velocidad recién salida de la ducha. Allí estaría por siempre, aunque sus formas siguieran cambiando con el paso de los años.” Sara Jaramillo Klinkert, Donde cantan las ballenas

Tengo ojos verdes, mi piel es blanca, y cuando era chiquita mi pelo era dorado, aunque ahora ese color lo mantienen idas rutinarias a la peluquería. Mis papás me cuentan que cuando iban a cualquier parte conmigo bebé, personas desconocidas los paraban a saludarme, a decirles que tenían una niña muy linda. Una vez inclusive los paró Natalia París en un supermercado, me han dicho con orgullo. Y en la casa de mi mamá, en la casa de mi bisabuela, siempre decían que yo iba a ser reina de belleza, que por fin la familia iba a tener a una miss universo. Claro, las familias están sesgadas por el amor, y creo que yo hubiera podido ser cualquier cosa e igual les hubiera parecido hermosa. Pero la diferencia era que no solo cumplía con el ideal de mi familia, sino que cumplía con el ideal de una sociedad. Y eso no se demoró mucho en evidenciarse. Cuando pasé de ser una niña a ser una adolescente, por ejemplo, no me demoré mucho en acostumbrarme a las miradas atrevidas, silbidos, y comentarios de los hombres, muchos de ellos en sus cuarentas o cincuentas. También me acostumbré rápido a los comentarios de mis compañeras y amigas, diciéndome mientras se miraban al espejo, que se sentían muy gordas, que iban parar de comer dulce. Que acababan de entrar a una clase en el gimnasio para adelgazar, iban a empezar a hacer dietas líquidas. También me decían que odiaban su naríz, se querían operar, querían hacerse la bichectomía. Esos comentarios siguen, pero empezaron cuando teníamos diez años. Y los interioricé cuando tenía 13. 

Recuerdo aún la época en la que para lo único que importaba mi cuerpo era para que estuviera lo suficientemente sano para bailar, patinar, cantar, jugar. Todo eso cambió cuando empecé a replicar los mismos comentarios que me parecían estúpidos sobre dietas, gorduras o flacuras, narices y senos. Empecé a verme todos los pecados. No tenía la naríz lo suficientemente respingada, mis piernas eran demasiado grandes, de un momento a otro tenía barriga cuando miraba para abajo. Era demasiado alta, tanto que no sería atractiva para ningun potencial novio. Mi pelo no era largo, y a veces se aparecen dos cachos rebeldes arriba de las sienes, porque no soy ni crespa ni tengo el pelo liso. Esto llevó a que a los 14 años decidiera bajar de peso como fuera. Y ese como fuera terminó llevándome a dejar de comer muchas de las comidas que me gustaban. A parar de comer dulce, parar de desayunar. Escuché en el colegio una vez que tomara agua cuando sentía hambre, y así jugaba con mi cerebro, haciéndolo creer que mi estómago estaba lleno. Eso intenté.

Es frustrante que a las mujeres en Medellín nos reduzcan, entre todas las cosas que tenemos para aportarle al mundo, a algo que no podemos controlar. Entre todos nuestros atributos, somos reducidas a qué tanto nos adaptamos al ideal de belleza que importó Pablo Escobar. Podremos tener reconocimientos de cualquier universidad del mundo, haber demostrado que somos buenas amigas y compañeras, buenas personas, y aún así se va a señalar el bultico que se nos marca cuando no estamos chupando la barriga. O nuestra naríz imperfecta, las pecas esparcidas por la cara, las estrías y cicatrices. La cultura metida, del chisme, de juzgar a las otras por como se ven es algo que me sigue impactando constantemente de Medellín. Vivo en Europa, y cuando visito a mi familia en la capital paisa, siento que me persigue una sobra constante para que lleve a mi cuerpo a cambiarse para encajar en un molde imposible. Porque hasta las que nacemos con el privilegio de una tez blanca, tenemos que seguir intentando, en contra de nuestra propia naturaleza, ser lo que los hombres quieren que seamos.

El haber crecido en esta ciudad me enseñó que nunca nadie sabe lo de nadie. Desde hace varios años paré de hacer comentarios sobre algo tan banal como la manera en la que otra persona cumple normas sociales con su fisionomía, aunque sé que en el secreteo paisa no es muy usual que la persona siendo juzgada se de cuenta qué están diciendo de ella. Pero más de una vez escuché comentarios sobre otra persona que me hicieron más insegura de mí misma. Más de una vez vi que una amiga paró de comer porque alguien dijo que fulanita estaba muy gorda. Pero se que hace muchísima falta hablar de estos temas, y sé que todas las mujeres, y muchísimas personas que lean esto se van a sentir identificados. Algo tan superficial como la apariencia termina siendo determinante para nuestros estados de ánimos, sobre que tanto nos respetan en una sociedad machista, y hasta sobre posibilidades de trabajo. Muchísimas veces también ha sido utilizado para justificar abusos, entonces de banal, la apariencia física no tiene nada. Por eso no es suficiente con decirle a las niñas que “no paren bolas” a los comentarios sobre sus cuerpos. Hoy reconozco que hay bellezas inimaginables, bellezas que aún no hemos tenido el privilegio de reconocer. Bellezas que le quedan grande a la Medellín en la que crecí, y que ahora cada vez más exigen espacios de reconocimiento. La diversidad es un privilegio que muchos no hemos reconocido como tal. Bellezas hay muchas, tantas como personas en el mundo. 

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