El equilibrio tiene que ver con la fragilidad. En la medida en que una de las partes que lo compone comienza a ejercer mayor presión, el equilibrio se rompe, lo que da pie a la inestabilidad. Ese es el caso del equilibrio institucional, donde si una de sus ramas excede sus atribuciones constitucionales, se rompe el equilibrio institucional, lo que puede llevar al autoritarismo y, por consiguiente, a la posibilidad de socavar el estado de derecho.
El 7 de agosto de 2022, Gustavo Petro recibió un país con tres ramas del poder público que, lejos de perfectas, actuaban en equilibrio. Sin embargo, desde ese mismo momento comenzó a medir qué tanta presión podía ejercer para lograr que sus ideas se materializaran sin romper el equilibrio. Y logró ejercerlo: en ese diciembre se eliminó el subsidio al precio de los combustibles, una acción impopular pero necesaria en el manejo responsable de las finanzas públicas; también, en marzo del 2023 logró aprobar —diría yo que con excesiva facilidad— una reforma tributaria que, aunque mala en su contenido, le mostró que el camino de la concertación es el que más lejos lleva a un mandatario en el ejercicio de su gobierno.
No obstante, la sobriedad propia que demanda el equilibrio parece haberle disgustado y prefirió sustituirla con la embriaguez que da el poder. Desde ese momento, y hasta el día de hoy, los colombianos hemos vivido en un país que, infortunadamente, tiene que poner a prueba todos los días los pesos y contrapesos del poder. Algunos analistas políticos dirán que eso es una maravilla. Yo, por el contrario, pienso que es una situación indeseada. Un país que se ve obligado a defenderse de sí mismo, pasa a resolver lo urgente (conservar el equilibrio y no caer en un autoritarismo) y abandona lo importante (mejorar el bienestar de sus ciudadanos).
Durante meses fueron incontables los llamados a la reflexión, a la crítica constructiva, a la racionalidad, a que predominaran las formas institucionales dentro del Ejecutivo. Lo único que logró esta posición fue que el presidente Petro se sintiera más y más atraído por los cantos de sirena, aun cuando veía las rocas contra las que se iba a estrellar y naufragar: corrupción; dogmatismo envuelto en reformas que no pasaron; interés por acabar con la salud de todos los colombianos; apostar por una reforma pensional que puede dejar a cientos de miles de jóvenes sin la posibilidad de lograr una pensión; compartir tarima con criminales condenados; amedrentar fiscales; rodearse de las fuerzas politiqueras que antes condenaba y que hoy protege; polarizar, incendiar y amenazar como recurso de movilización; así como promover constituyentes que permitan instaurar lo que el considera es la ‘democracia’, algo que en otros lugares podría entenderse como autoritarismo constitucional
Creo que eso es lo que nos espera: un barco sin rumbo, lo opuesto al significado de ‘gobernar’ de la antigua Grecia, cuando la palabra aludía a ‘dirigir una nave’. Este será el año del oscurantismo presidencial, donde veremos más amistad con criminales, agravios a la oposición, cortinas de humo, menos interés por el bienestar de la ciudadanía, mayor victimización, estrategias para ‘quemar’ candidatos, ‘contabilidad creativa’ en las finanzas públicas… en fin, nos espera un año de un presidente que buscará por cualquier vía ejercer presión para acabar con el equilibrio que, aún con sus defectos, hemos logrado construir en el país.
No obstante, el músculo presidencial ya llegó al fallo y cada nueva maniobra narrativa pierde fuerza ante una sociedad decidida a preservar el equilibrio. Hoy, el contrapeso recae en quienes valoramos la estabilidad institucional sobre las tentaciones del espectáculo político. Ante su ansia por protagonismo y desorden, nuestra mejor respuesta es mantener la mirada en lo sustantivo: avanzar en conjunto y desoír el ruido que no aporta.
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