Últimamente pienso mucho en los volcanes, en su particular forma de existir. Pueden durar milenios dormidos hasta que un día algo los despierta y con un solo palpitar, una erupción, liberan su magma, sus cenizas, destruyen lo que encuentran a su paso. Del mismo modo funcionan las palabras: al estar dormidas y quietas dentro de la mente pueden no significar mucho, pasan desapercibidas, inactivas como la fuerza de los volcanes, pero cuando salen de la boca arden, edifican, destruyen, cambian el paisaje, nos liberan o nos limitan.
Las tardes de los jueves me siento en la silla de mi escritorio frente al computador y me dispongo a escribir, arremeto contra la hoja en blanco y borro las palabras, vuelvo y escribo. Es un combate de horas entre lo que pienso, lo que quiero decir, lo que prefiero callar, lo que de verdad escribo en la hoja y lo que elimino. Varias ideas me rondan la cabeza, pero no tengo claro a cuál le quiero dar prioridad. En últimas, no sé de qué hablar, no tengo nada de qué opinar, aunque a diario me hago opiniones sobre un montón de cosas. Estoy cansada. Pienso en una profecía cristiana: La Gran Tribulación, el fin de los tiempos, de la humanidad. Llegan a mi mente imágenes apocalípticas, enigmáticas, en colores oscuros, prácticamente la nada, o la ausencia de lo que conozco. ¿Qué es lo que mi cerebro intenta decirme cuando no sé cómo expresarlo? Tengo que hacer un trabajo de minería, ir hasta el fondo, taladrar, excavar.
Canto para mis adentros una canción de Drexler, Sanar: “y nadie nace sabiendo, nace sabiendo, que morir también es ley de vida, así como cuando enfríe van a volver a pasar los pájaros en bandadas, tu corazón va a sanar, volverás a esperanzarte y luego a desesperar…”. ¿Acaso es esta sensación de desesperanza la que me invade y me impide decir lo que quiero, aunque en el fondo, mi magma de palabras esté al borde de la erupción? Sí, es la certeza constante de que hay un fin, un silencio que será eterno, un recordatorio de lo inabarcable como la tundra blanca, espesa y fantasmal. Pero también una fascinación por aquello que llevo dentro, la imperiosa necesidad de contar, de movilizar mis acciones con base en lo que pienso, de moldear las experiencias y encontrar en ellas el consuelo de que la vida valdrá la pena. Saber que el reloj no se detiene y por eso la existencia tiene tanto sentido.
¿Qué hay entonces entre vivir y morir? ¿Con qué llenamos la vida antes de su inevitable final? Pienso en los prisioneros de los gulags soviéticos, en los de los campos de concentración nazis, en los esclavos africanos que llegaban a Cartagena después de semanas en embarcaciones precarias, en tantos desdichados que han sido encerrados e injustamente apartados de lo que pudo ser una vida en libertad. Y sé que tienen en común que, al mismo tiempo de su encierro, debían recurrir a otro, al íntimo, al de su mundo interior para resistir al dolor y a la barbarie, debían entrar, como si fuera una trampa —para quedar ahí atrapados—, a esas experiencias internas, a lo que conocían, a sus canciones, ritos, tradiciones, a la imagen de sus seres queridos; minar su corazón para recoger esos pedazos que les quedaban de humanidad como un antídoto contra la desesperanza. Llenar la nada con lo único que no les podían arrebatar. Porque la nada no es únicamente un espacio vacío. Es también el infortunio, el destierro, el viaje sin regreso a un lugar desconocido. La nada es la pena, el caos, todo lo que como un torbellino atormenta y no tiene forma ni dimensión, lo inasible. El mundo de afuera.
En estos días de turbulencias ideológicas, de discusiones fanáticas disfrazadas de argumentos, de noticias donde la palabra guerra de nuevo invade los titulares, de temores desmesurados y volátiles, recurro a llenar mi nada, me hago prisionera de todo lo que soy y de la única protección que tengo frente a esta llanura desoladora que es la humanidad a la que observo desde un tren que nunca se detiene. Canto las canciones de mis artistas preferidos, acudo a los libros de mis autores admirados, cobran vida las poesías, escucho la melodía que son las voces de los que amo, abrazo a mi perro y siento latir su corazón en la frecuencia de aquel que no conoce el paso del tiempo, me acojo a ese ritmo preciso del presente, lo único cierto y eterno. Me aferro a la idea de construir una vida volcánica, con la esperanza de quien sabe que en algún momento volverá a desesperar.