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Vivo en Colombia y pienso como colombiana. Por la calle siempre he sido tratada como una; así me perciben los hombres a mi alrededor y mi experiencia femenina se ve permeada por mi cultura. Si bien he viajado a otros países, nunca había salido del continente, es más, nunca había experimentado un trato distinto más allá de la costumbre a la prevención y al miedo de habitar mis propias tierras.
Qué extraña se ha sentido esta última semana estando por primera vez en Europa, no solo por sus paisajes y comidas tan distintas, sino también por lo desacostumbrada que estoy a sus dinámicas. Yo, que sé que la experiencia femenina ya de por sí conlleva riesgos, nunca me había sentido tan segura y cómoda en la calle.
He caminado mucho pero en ningún momento me he sentido vista; ni mi cuerpo ni mi ropa, si estoy linda o fea, si me veo provocativa o no. Camino con la seguridad de que las probabilidades de encontrarme de frente con las miradas que desnudan son bajas, de que andar de noche sin sentir pavor es una sensación posible y de que el respeto es una palabra que puedo vivenciar en carne propia.
¿Acaso no todas estábamos igual de expuestas? ¿Como latina es posible que me llegase a acostumbrar a esto?, ¿a la sensación de habitar el mundo de una forma distinta, de desaprender el miedo, el terror, la rabia y resignación? Una rabia que me lleva pesando desde hace mucho y que estos días he tenido la oportunidad de amansar. La realidad de que existe un remoto momento para sentirme mujer más allá de el trato dispar que me brindan por el hecho de serlo.
Aquí no todo es perfecto, pero me encantaría fingir que sí lo es. No estoy acostumbrada a tanta libertad, y si bien tendemos a romantizar lo ajeno más de lo que deberíamos, no puedo evitar soñar que las mujeres en mi país algún día nos sintamos de la misma manera. Libres para habitar.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/mariana-mora/