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Las narcohistorias

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En mi primer año de universidad, fui a una fiesta con mis amigas en uno de los espacios del campus. Teníamos que mostrarle la cédula al personal de seguridad de la entrada para que verificaran que fuéramos mayores de edad, entonces yo saqué de mi bolso la billetera, y muy cuidadosamente le entregué mi cédula, que prácticamente estaba estrenando.

“Ahhh, colombiana”, me dijo el hombre entre risas. “¿Qué tienes en ese bolso?” “Nada”, le contesté, todavía con una sonrisa en mi cara. “¿No tienes ningún polvito blanco, ni nada?” Seguí sonriendo, sin saber cómo responder. Porque, aunque no era la primera vez que lo escuchaba, sí era la primera vez que salía con mis amigas y me pasaba algo así. Todavía las estaba conociendo, no quería que me asociaran con narcotráfico, que cuando pensaran en mí, pensaran en Pablo Escobar solo porque compartimos nacionalidad.

Entre risas, le contesté que no tenía nada y entré a la fiesta rápido, como si nada hubiera pasado. La que hoy es mi mejor amiga estaba iracunda, diciéndome lo estúpido que había sido ese hombre, lo inculto, lo poco sensible. Ella no podía creer que un hombre, contratado por la Universidad que supuestamente celebra la diversidad y la inclusión, me dijera esto. Yo sí lo podía creer.

Todas las personas nacidas en Colombia estamos cansadas de esta narrativa. Narcos esto, Pablo Escobar aquello, cocaína, perico, prostitución, delincuencia. Y las personas del exterior no lo hacen reconociendo el legado del narcotráfico, ni el dolor que nos ocasionó. Sino que lo hacen glorificando a los capos de los carteles, la exuberancia, la plata, el plomo. He aprendido también que no lo hacen para ridiculizarnos, sino para conectar con nosotros con lo único que conocen de nuestro país.

Aun así, yo creo que las personas sí tienen derecho a contar las historias que quieran. Yo sí creo que las personas pueden tomar eventos históricos para retratar una realidad, y también creo que es responsabilidad de los espectadores saber qué es entretenimiento. No es la realidad, a veces ni siquiera es una dramatización. Retrata vidas que podemos conocer muy poco, y recae la responsabilidad del consumo también en nosotros. Especialmente con la nueva serie sobre Griselda Blanco.

Se ha hecho con la Alemania Nazi, con las colonizaciones sangrientas del Imperio Británico, con la Guerra Civil estadounidense, con las dictaduras chilena y argentina, con la esclavitud de poblaciones africanas en nuestro continente y, muy recientemente, con el canibalismo de los sobrevivientes del avión estrellado en los Andes. Simplemente, retratar tragedias vende.

Pero seamos claros, Griselda no es una serie de empoderamiento femenino. Escuchando hablar a su director, en conversación con Sofía Vergara, me llamó la atención lo que dijo sobre el poder que tiene una serie como esta, en la que la mujer es protagonista, y en la que toma las riendas de su propio destino. Pero, habiendo tantas mujeres buenas, tantas historias de mujeres que tomaron el control de sus vidas, que protagonizaron una historia importante desconocida, la historia de la mujer narcotraficante que mató, hirió y arrastró el nombre de Colombia, estaría muy abajo en mi lista de personas a quien admirar.

El empoderamiento no es algo que uno hace. Ni yo ni usted estamos “empoderando” a las mujeres, porque ellas ya tienen poder. Todas ya tenemos poder, muchas veces sin explotar. El empoderamiento es algo que se construye en nuestra relación con nosotras mismas. 

En Madres, monstruos, putas, Laura Sjoberg y Caron E. Gentry explican cómo en los contextos de guerra se clasifica a las mujeres como una de las tres. O una madre, naturalmente cuidadora, hogareña y cálida; o un monstruo, a quien su condición de mujer la llevó a la histeria; o una puta, irremediablemente depravada y sexualizada. No se puede ser varias, no se puede ser todas, no se puede ser ninguna. En un contexto violento, si nos fijamos, siempre encasillamos a las mujeres en una de las tres categorías, asumiendo que una mujer no puede ser mala simplemente porque así es. Le buscamos explicación a hechos de violencia en manos de mujeres porque no aceptamos que nosotras, con nuestra dulzura, virginidad, y capacidad de parir, podamos llegar a hacer lo que Griselda hizo.

Entonces, no intentemos pretender que el personaje de Griselda es un referente, un llamado desde el feminismo. Porque tener una protagonista mujer como ella no me llena de poder, no me motiva, no me inspira, y definitivamente tampoco me representa. Querido director, Andrés Baiz, el tener a una mujer protagonista no hace de Griselda ninguna obra maestra. Lo hace una serie que muestra la vida de una mujer narcotraficante, y ya. Sin más.  

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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