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En defensa del buenismo y del ritual

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“Si los dioses, cada uno a su hora, salen del templo y se hacen profanos, en cambio vemos que lo relativo a la propia sociedad humana —la patria, la propiedad, el trabajo, la persona…— entran en el templo progresivamente”. Esta es una cita de Henri Hubert y Marcel Mauss (1906), que aparece en el libro Ritos y rituales contemporáneos*, que hace parte de una colección de antropología de Alianza Editorial.

Y viene a cuento porque la Filbo dejó, en ríos de imágenes, tweets y reseñas periodísticas, un choque de corrientes: la de los fervorosos miembros de la Tribu del junco de Irene Vallejo, y la de los críticos que cuestionan que la escritora y su libro, pero más ella que su libro, se hayan erigido en figuras sagradas, por efecto de quién sabe qué sortilegio en el que no está claro si la culpa es del mercadeo, del ojo del editor, de la suerte de la escritora (o su talento), o a causa de las filas de lectores que atraen a otros como imanes, como cuando aparece un restaurante bueno. Esta última metáfora es de Yolanda Reyes, en la columna que originó la discordia.

Lo que hizo Irene en la Feria del Libro de Bogotá y en su visita al Chocó, fue sacar del templo a los ídolos de siempre, para meterse ella a oficiar rituales alrededor del libro como objeto sagrado y la lectura como culto.

La oímos y nos embelesamos con esa voz hipnótica contándonos historias, la vimos sonreír a toda hora y relucir blanquísima dentro de batas de manga larga, en la humedad del campo chocoano, donde el resto del mundo suda estando quieto. La vimos sentarse en el suelo, cantar rondas con los niños, jugar, abrazar, leer y firmar, tierna, amable, menuda. Y quisimos ser también abrazados, tocados, autografiados, aún bajo la lluvia. Estábamos a salvo si teníamos El infinito en un junco y si podíamos leerlo en voz alta.

El alboroto despertó a algunos intelectuales: se acercaron a mirar desde sus bibliotecas personales y sus tribunas, y el espectáculo les pareció grotesco: porque infantilizó (todavía más) a los excluidos y olvidados de siempre de Quibdó; porque retrató a un país de pensamiento mágico, que cree en las hadas madrinas y los milagros; porque disfrazó la ausencia patológica del Estado en la promoción de la lectura dentro del sistema educativo.

Pero no vieron lo útiles que son estos fenómenos de cuando en cuando. En toda sociedad se necesitan ritos, en toda sociedad los hay. A veces, sirven para transmutar órdenes. En este caso, el colombiano común, acostumbrado a sentirse maleducado, o a serlo dependiendo del tipo de vida que le haya tocado, se convierte, de pronto, en un individuo erudito, al que le cabe en la cabeza, porque entiende y disfruta, la historia de los libros que se cuenta en el Junco. Y el personaje del escritor, que en el teatro de la representación, mira desde arriba, habla poco, detesta el contacto y tantas veces desprecia a su público, aparece convertido en Irene Vallejo, con una avidez por el diálogo que parece auténtica, una bondad poco común.

Hay ritos de varias clases, algunos son de iniciación, a otros los llaman de paso. Existen inclusive los ritos de contagio, donde aparecen prácticas prohibitivas, que buscan impedir el traspaso de una característica negativa de un individuo a otro. O lo contrario: prácticas que favorecen esta transferencia. Detrás del éxito de la autora en su paso por Colombia, hubo un ejército de “contagiados”.

El lector de El infinito en un junco es un lector que se siente sabio y erudito, así sea con pinceladas o, como dice Carolina Sanín, con resúmenes de los resúmenes. Pero, ¿quién es el oficiante sino un mediador? Lo que pudo llamar la atención de Reyes y de Sanín fue la eficacia de las ceremonias de Vallejo en tanto capaces de producir emociones colectivas en torno a un sentido de comunidad: la Tribu del junco.

Dijo la antropóloga Mary Douglas que los ritos permiten el conocimiento de lo que de otro modo no se conocería, y esta es la razón por la que, en vez de señalar con rechazo, se necesita reproducir en más escenarios y con mayor frecuencia este tipo de fervores, que son para tantos en Colombia, apenas un bautizo, una puerta hacia la lectura, que los vaya llevando hacia otros poderes.

En una columna de diciembre de 2023, publicada en El País, Irene Vallejo dice que la bondad tiene una reputación “aburrida, insulsa, moralizadora y pusilánime (…) Nos obsesionamos con encontrar la seguridad en el éxito y, en esa carrera despiadada, negamos la alegría y el disfrute de los actos generosos”. Me gusta pensar que esto de Vallejo es una plegaria por recuperar el sentido de lo bueno auténtico, a riesgo de que se me diga buenista. *Segalen , Martine. Ritos y rituales contemporáneos. Ed. Alianza editorial. Madrid, 2005.

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