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Amalia Uribe

Las dos murallas

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"Hace unos años, Cartagena se dividía entre amos y esclavos, colonos y nativos, españoles y finalmente colombianos. Hoy, es la encarnación de la pobreza y la riqueza, los magnates y la servidumbre, los turistas del país y los extranjeros porque para cada uno hay una tarifa diferente en las playas y actividades marítimas, la opulencia y el abandono estatal."

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A Cartagena he ido muchas veces, pero casi siempre, la he mirado con ojos de turista. He estado en matrimonios, fiestas, de vacaciones. Tiene un encanto especial, fantasmal y diferente a todas las ciudades de Colombia. Algunos dicen que está sobre valorada, aludiendo a sus precios excesivos y playas sucias, a que su encanto, tal vez, es más un producto del mercadeo y una estrategia comercial para vendernos más de lo que es. Y sí, los sitios a los que vamos de paseo y fiesta están sobre estimados, porque ella es una ciudad que se divide en muchas, de la que solo hemos observado una parte minúscula, en la que nos tomamos fotos bonitas en sus rincones dignos de publicar en Instagram, a la que hemos romantizado de manera superficial. A Cartagena, hace rato, debimos empezar a mirarla con ojos compasivos, críticos, con la profundidad que sus realidades exigen. Por fuera de la muralla.

El Centro Histórico — declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco—  es un monumento a la opulencia, con su arquitectura colonial de puertas para afuera, pues hacia dentro las reformas de la modernidad lo han convertido en el epicentro del turismo, con hoteles boutique pomposos, restaurantes sofisticados y elegantísimos cuyos precios son exorbitantes, tiendas de marcas de lujo, calles empedradas por donde caminan turistas de todas partes del mundo, y baluartes con vista al mar, lo hacen sentir a uno como una celebridad en el paraíso más exclusivo, ignorando por completo que ahí afuera, no tan lejos de esa fortaleza que construyeron los españoles para proteger su trozo de reino en el Caribe, está la verdadera Cartagena en la que reinan la pobreza, la corrupción y la desigualdad.

Según cifras del DANE, el 30% de los habitantes de Cartagena viven en condiciones de miseria, y el 6% en miseria extrema. Es la segunda ciudad con más pobreza monetaria de Colombia, después de Quibdó, territorio del país que ha brillado por la ausencia del Estado. Toda una contradicción, pues en La Heroica se celebran siempre los eventos diplomáticos a los que llegan los ministros, presidentes y embajadores. Es la ciudad que se muestra con orgullo ante el mundo con la bandera de la independencia de los esclavos como estandarte de libertad, en la que se celebran las bodas más lujosas con invitados de las diferentes monarquías, la capital del turismo colombiano cuya pulcritud solo se ve en los trajes de lino de los empleados de los hoteles, los meseros, las mucamas; pues a pocos kilómetros del Centro Histórico el paisaje cambia por completo: barrios de invasión, basuras, animales raquíticos y maltratados, olores desagradables por la falta de alcantarillado y servicios públicos. No muy lejos de las casonas antiguas que hoy son el lugar de recreo de magnates colombianos y foráneos, hay hogares donde el ingreso por día es de 2.000 pesos.

Cartagena es la ciudad de los contrastes, unos que no hemos observado con atención. Porque esa muralla, majestuosa e imponente, construida hace tres siglos para defenderla de piratas y tropas inglesas, es a su vez el símbolo de otra muralla: la social. Invisible para los turistas que llegan todo el tiempo, y peor aún, para nosotros los colombianos, quienes hemos forjado otra división y la hemos perpetuado disfrazándola de folclor.

Hace unos años, Cartagena se dividía entre amos y esclavos, colonos y nativos, españoles y finalmente colombianos. Hoy, es la encarnación de la pobreza y la riqueza, los magnates y la servidumbre, los turistas del país y los extranjeros porque para cada uno hay una tarifa diferente en las playas y actividades marítimas, la opulencia y el abandono estatal. Hay en esa ciudad doblemente amurallada un corazón palpitante y poderoso, que se desangra a la par por todas las arterias que lo irrigan, esa misma sangre que se derramó en los años mil seiscientos en los calabozos de la muralla por los esclavos negros que la edificaron, cuyos fantasmas continúan vivos y ambulantes en las zonas abandonadas a las que no llegan los yates, ni los banquetes, ni el agua, ni la luz, ni la seguridad, ni nadie, pues los separa esa otra gran muralla de la indiferencia y la desigualdad.

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