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Según la “Historia augusta”, un viejo libro hecho de retazos biográficos sobre los gobernantes romanos del siglo II y III, al emperador Alejandro Severo le gustaba decir que uno debía nombrar en los cargos públicos no a los que los solicitaban sino a los que los rehusaban. Y Severo, nos dice su biógrafo, predicaba y aplicaba. Muchos gobernadores de provincias y generales durante su corto reinado se negaban inicialmente a ocupar los encargos en su gobierno, y cuando por fin cedían, solían ser bastante eficientes, justos y honestos.
Severo, porque su nombre sobrevive porque él le dio sentido, podía estar exagerando un poco. “Querer” hacer parte de la gestión pública no siempre delataba malas intenciones, pero su estrategia de selección de personal señala una diferencia importante entre aquellas personas con demasiadas ganas de estar en una posición de poder y aquellas que le tienen, al menos, respeto a asumir esa enorme responsabilidad.
El Estado es una ficción hecha de normas e instituciones, pero, sobre todo, de personas. Hay carne y hueso en la gestión de los asuntos públicos y el más impersonal de los trámites públicos igual se basa, como siempre, como desde Severo y antes de él, en las relaciones de dos o más seres humanos. Y las personas reconocemos normas, incentivos, contextos y pulsiones a la hora de actuar; en la vuelta de cada trámite, en el movimiento de la mano de cada firma, se presenta la oportunidad de traicionar la confianza pública. Ahora, y aunque sea el vicio más visible de la política, la corrupción no es la única “falta ética” del servicio público.
Quizás la más común de estas fallas tenga que ver, precisamente, con desconocer la naturaleza de la responsabilidad asociada a ocupar un cargo público. Esa idea de “buscar al que no quiere este cargo” busca precisamente a las personas que le temen al servicio porque no desconocen las implicaciones de desempeñarse como parte del Estado. Lo primero es que el cargo supone la responsabilidad acumulada de la legitimidad colectiva; lo público tiene la misión fundamental de representar los intereses colectivos y velar por lo que nos es común, lo que es de todos. Es la garantía de los lazos que nos unen como sociedad. Traicionarlos es traicionar a todos, incumplirlos es incumplir a todos, aprovecharse de ellos es aprovecharse de todos.
Lo segundo es que cada trabajador del Estado, independiente de si es por carrera o elección (aunque estos segundos puedan guardar un poco más de responsabilidad pública), es un representante del Estado. Sus acciones, ideas y valores se confunden con los del Estado. Desde una desatención a un ciudadano, hasta un escándalo de corrupción, el funcionario no es solo una personal natural, es un pedacito de lo público. Esto tiene profundas implicaciones sobre la confianza que tenemos por las instituciones y lo afectadas que pueden mantenerse en países como el nuestro, pero también, sobre la disposición que tienen las personas de cooperar con el Estado y sentir que vela por sus intereses. Si lo público parece ser solo un lugar al que las personas llegan a usar como trampolín de sus intereses personales o de su grupo, la misma promesa de nuestra nación como proyecto colectivo se resquebraja.
La urgencia de que políticos y servidores públicos que reconozcan esta responsabilidad es uno de los temas que trato en “Ideas para el servicio público”, que presenté el pasado jueves por invitación de Federico Hoyos y la fundación Los 8 Valores y que pueden leer en su versión digital en preguntasycomentarios.com