El primer año de bachillerato las cartas se convirtieron en contrabando. No tardamos en inventar formas de cifrar los mensajes para salvarlos de la mirada indiscreta de las profesoras. Ahí empezaron las intrigas, los papeles rasgados que pasaban del bolsillo de la jardinera al torbellino del sanitario para que nadie más leyera lo que se había dicho. También llegaron los portaminas, que no eran más que lápices disfrazados de lapiceros, y con ellos la confirmación de que mi escritura punzante no era compatible con las minas puntocinco. En sexto me volví amiga de Carolina y su nombre nunca me salía bien en los títulos de las cartas. Mi solución: inventarme un equivalente, Carolina era un triángulo con cabeza, manos y pies.
Triángulo con cabeza, manos y pies:
Q+, te escribo esta (sobre dibujado) para decirte q me (flecha hacia abajo) (símbolo de súperman) bn. Eres una amiga (símbolo de súperman) especial y estos 3 meses que hemos estado juntas en el pupitre han sido (símbolo de súperman) buenos.
TQM, NC, PUTA, ESE
Vale
Te cu eme: te quiero mucho, ene cé: nunca cambies, pe u te a: para una tierna amiga, e ese e, eres súper especial. El contenido no importaba, el contenedor sí. El tipo de hoja, la cantidad de lapiceros utilizados, el uso de stickers. Esos eran los indicadores del amor, de la lealtad y del compromiso. Como mi personalidad adolescente, mi letra empezaba a ser moldeable, pude incorporar una nueva ene a mi repertorio: era una ene minúscula que se escribía como una ene mayúscula al revés. Cambié deliberadamente la ye por una versión más angulosa y a la ge mayúscula empecé a sacarle un palo alargado hacia abajo desde la curva inferior, como hacían mis primas mayores.
A mi libro de firmas de Disney le empecé a añadir las firmas de mis amigas y las firmas de personas famosas que ellas se inventaban. En privado intentaba copiar la firma de la Cenicienta, con sus arabescos y el punto exagerado sobre la i, en público construía una identidad semialternativa, con cinturones de taches, tenis de cuadros blancos y negros y una letra cool que le hacía juego a mis pintas de rockera de colegio femenino.
Cuando cumplí diecisiete creí saber cuál era la forma definitiva de mis trazos, escogí una carrera y escribí a mano mi primera carta de amor. Lo hice con lapicero negro y no usé corrector. Dije todo lo que una adolescente enamorada podía decirle a un hombre diez años mayor que había visto en ella un buen pasatiempo: que no me importaba que se hubiera ido, que igual no había sido la gran cosa, que yo desde el principio había entendido lo que significaba ponerle fecha de vencimiento a una relación clandestina. Tenía experiencia cifrando mensajes pero él nunca tuvo en sus manos el código de las equivalencias. No había sido nada importante: voy a tener que llorar sola y nadie va a entender qué me pasa. Entiendo lo que significa ponerle fecha final a una relación clandestina: cuando sea grande me voy a gastar mucha plata en terapia para entender por qué pasó esto.
Siempre he pensado que de amor debe escribirse a mano, porque es un gesto que se siente más cercano al tacto y a las caricias. Sin embargo, la última vez que escribí una carta de amor lo hice sobre el teclado verde de mi computador portátil, la guardé en PDF y se la mandé a su dueño por Whatsapp. Igual no quería verlo y él ya sabía cómo se veía su nombre escrito con mi letra de mujer enamorada.