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Déjenme insistir en un tema, como un segundo tiempo de la columna de la semana pasada, déjenme volver sobre este asunto: la ancestral manía colombiana, para restringirla en un espacio territorial, de culpar a la víctima por su propia tragedia.

Fui adolescente en los años de la Medellín que intentaba sacudirse de la zozobra que dejó la guerra de Pablo Escobar contra todos —o de ocultar las cicatrices, mejor, porque nunca hicimos bien ese trabajo de entender lo que nos pasó y por eso pulula el turismo narco—. Los años que siguieron a la muerte del capo estuvieron llenos de desconfianza, de coletazos de rabia, de gente con el dedo siempre en el gatillo, de cuentas por saldar.

En uno de esos ajustes con plomo mataron a una compañera del salón de clases. Se llamaba Sara, tenía 14 o 15 años, fue en 1994. La recordé al empezar a escribir este texto. Fuimos a su velorio con el uniforme del colegio y, para mí, con la certeza de la muerte violenta instalada en los temores. «Somos inmortales todos los días de nuestra vida, excepto uno», escribió Ramón Eder.

La explicación para la corta inmortalidad de Sara se resumió en dos asuntos repetidos por estudiantes y profesores. El primero es que andaba con la gente equivocada. El segundo llegó en forma de texto apócrifo de la Biblia: «Ayúdate que yo te ayudaré». En fin, que algo de culpa tenía ella.

También algo de culpa le endilgaron a Ghislaine Karina Ramírez Chitiva, la sargento del Ejército que fue secuestrada y liberada por el ELN. El ministro de Defensa, Iván Velásquez, se equivocó profundamente al responder que había habido en ella imprudencia. Algo de culpa tuvo.

Al ministro Velásquez le llovieron críticas bien merecidas por el su desliz, del que intentó exculparse luego con poco éxito. Las críticas, entre sensatas unas y con regusto a revancha otras, eran necesarias.

Aparecieron, también, los pescadores en río revuelto. El representante a la cámara por el Centro Democrático, Juan Espinal, aprovecha para rasgarse sus vestiduras. No sé si ignora o desconoce a propósito que en su partido anidan negacionistas de las ejecuciones extrajudiciales y vendedores de la tesis esa de que en Colombia nunca hubo conflicto armado ni desplazamiento forzado. O que el líder natural de su colectividad dejó para la posteridad una de las frases más retorcidas de nuestro espiral de violencia: «No fueron a recoger café”. Algo habrían hecho para merecerlo.

O no recordará, tampoco, que entre los senadores de su partido está Miguel Uribe Turbay, a quien le pareció sensato culpar a Rosa Elvira Cely de su muerte. Ella se lo buscó.

Arriesgo una hipótesis: un país con más territorio que gobierno y una ciudadanía poco consciente de sus derechos, terminan por dejar a las personas, más que al cuidado de sí mismos, saltando matones para sobrevivir, dejándole a cada quien el peso de cuidar que la suerte no le sea aciaga, convirtiendo la frase de batalla de los timadores (no dar papaya) en mantra.

Y pobre aquel que la olvide.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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