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“Hubo ese color azul en el cielo, de ese azul que era el del mar. Hubo todos los árboles que fueron asesinados. Y el cielo también estaba allí. Lo miré. Cubría la totalidad de las cosas con su lentitud, con su indiferencia de cada día. Insondable.

Veo los lugares ligados unos a otros. Salvo la continuidad del bosque, que ha desaparecido.”

Escribir. Marguerite Duras.

Nos hemos acostumbrado a las caritas desoladas en redes sociales como reacción a incendios, inundaciones y deforestación, a imágenes de ese futuro apocalíptico de la tierra que ya no se siente lejano. Hace poco, alguien me preguntaba con verdadera intriga por qué no ir a tiendas como las “del dólar” y al responderle sobre el hastío del consumo excesivo y las cestas de mercado llenas de cosas innecesarias pero baratas, y sobre cuestionarse acerca de lo que hay detrás de algo por lo que hay que pagar tan poco —la trazabilidad de las cadenas de suministro para que alguien, además del planeta, no pague con su esclavitud tus caprichos— me daba cuenta de que sinceramente no sabía de lo que le hablaba.

He presenciado atónita la tranquilidad frente a los desafíos climáticos de quienes afirman que la naturaleza siempre ha sobrevivido, que unas especies remplazan a otras y que en unos años la tecnología lo habrá resuelto todo. Así de sencillo, no nos tiene que doler. Gastemos que Dios proveerá. Somos expertos en excusas para perpetuar la indiferencia y la mediocridad. Como decía la periodista Marta Peirano en una columna, «Un milagro tecnológico salvará el mundo en el último minuto porque ya no queda tiempo y porque somos demasiado vagos, estúpidos o egoístas para hacer otra cosa. O demasiado insignificantes».

Ya en 1995 W.G. Sebald escribió en Los anillos de Saturno: “Cuando hoy día se sobrevuela la Amazonía o Borneo y se ven las enormes montañas de humo aparentemente inmóviles sobre el techo de la selva, desde lo alto parecido a un fondo suave de musgo, es posible hacerse inmediatamente una idea de las posibles consecuencias de tales incendios. (…) La carbonización de las especies de plantas más altas, la quema incesante de todas las sustancias combustibles es la fuerza de propulsión de nuestra propagación por la tierra.”

Pobre tierra. Pobres árboles. Pobres animales. Les tocó convivir con el animal racional pero ciego e insaciable, el que todo lo arrasa y de inmediato se consuela. Me lo repito siempre y cada vez es un puñal. Me pregunto lo que ellos, irracionales, se dirán. Porque ante el salvajismo humano, que los envuelve en tragedia, algo se dirán, de la manera más bella, de la más inesperada, la más generosa.

Que la selva siga indomable, que dejemos de educar para domar, pues destruimos todo aquello que domamos.  «Porque los incendios traen, además de destrucción, un significado muy particular que puede desplazarse a muchos ámbitos de la vida (…) Y que si uno fija la mirada puede llegar a observar cómo desaparece todo de tal forma que lo que arde no es el monte ni las casas, sino un tiempo y un lugar peleado por quienes lo habitan sin ayuda ni esperanza”, dice bellamente Manuel Jabois.

Hay un montón de gente que vive fastidiada con quienes dejamos algún alimento como la carne, pedimos que no nos entreguen plásticos, insistimos en regalar ropa con frecuencia, cambiamos hábitos para elegir lo local, apagamos luces y cerramos canillas, evitamos domicilios innecesarios y rechazamos el mundo de lo desechable e incoherentemente barato. Están hastiados de quienes le damos un primer lugar al tema en la política y escribimos una y otra vez sobre lo mismo.

Los incómodos, adoloridos, hacemos todo eso para luchar contra nuestra propia insignificancia dentro de la monstruosa masa humana. Somos los que no creemos que el milagro tecnológico vaya a resolverlo todo, los que no nos consolamos con que la naturaleza vaya a sobrevivir de alguna manera, los que no pensamos solo en nuestro propio tiempo, los que nos partimos de dolor al imaginar siquiera el remplazo de unas especies por otras y los que no podemos dormir evocando la tortura de esas especies en este preciso instante. Somos los que daríamos la vida por la continuidad del bosque.

“Cuando nos contemplamos desde tal altura es horrible lo poco que sabemos de nosotros mismos, de nuestra finalidad y de nuestro fin”, dijo también W.G. Sebald, que siquiera no alcanzó a ver más.

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