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Hace unos días iba en el carro en Medellín y vi un árbol florecido de forma descomunal. Vivo en una zona rural y cada vez voy menos a la ciudad, que me abruma cada vez más, pero en mis visitas reafirmo lo que más amo de ella: sus árboles, sus pájaros, las guacamayas que dibujan sobre el cielo con esos colores alucinantes y se pasean gritando para que nadie se pierda el espectáculo. Iba manejando, decía, vi un árbol descomunal y no pude sino detenerme, parar a contemplarlo como era debido, con asombro, con agradecimiento, y tomarle una foto para revisitarlo, para extender ese asombro en el tiempo. Cuando arranqué de nuevo vi que un viejito que empujaba una carreta me estaba mirando. Me miraba fijamente y sonreía. Él también había interrumpido su rutina abrumadora con asombro, conmovido por la fascinación ajena ante la belleza que se asume, que se da por sentada, que tantos ya no ven. Sonreía —me pareció que genuina, profundamente— porque en medio del concreto, los ladrillos y los carros pitando, yo me había detenido a contemplar un árbol, a admirarlo despacio, a tomarle una foto.
Pensé en la cadena de asombro que se forma cuando nos conmovemos con lo bello y le hacemos honor, en ese hilo invisible que nos convierte en cómplices a quienes estamos atentos a los murmullos de la vida por encima del bullicio de lo que nos han dicho que debe ser esa vida. Pensé en la imagen del viejito con su carreta, que a su vez multiplicó mi emoción ante el árbol descomunal, y en cómo conmoverse se convierte en una fuente infinita de empatía.
Pensé en el ejemplo, tan subvalorado a la hora de mejorar el mundo, pero tan eficaz a la hora de analizar lo que logra en la práctica. Si vemos al carro del lado pitar con violencia a quien se ha detenido por alguna razón, es más probable que también pitemos. Pero si vemos cómo alguien sede su asiento en el metro, también es más probable que nos levantemos en la próxima oportunidad. Atestiguamos hoy que naciones hostiles se envalentonan y corren más riesgos amenazando y atacando a sus enemigos cuando ven que otras naciones hacen lo propio con los suyos. Pero también se contagian las marchas de ciudadanos y estudiantes en ciudades distantes para reclamar el respeto a la vida, para exigir que paren el dolor y la deshumanización, para decirse mutuamente que los desconcierta el horror y dejar claro que ese no es el mundo que están dispuestos a prolongar. Y se contagia el asombro frente a ese hecho alucinante que es la existencia de un universo en un árbol: hace que brille un hilo invisible entre personas que no se habían detectado y que se detienen para reconocerse en la belleza, para, en medio de todo el horror del mundo, decir: ¡Dios mío, la vida!
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/