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Mi bisabuelo nació en un pueblo en lo que es ahora Polonia. Se llama Glubczyce, queda en la Alta Silesia, un territorio que ha sido disputado entre República Checa, Alemania y Polonia durante décadas. Él se escapó durante la Segunda Guerra Mundial, y por razones que mi familia y yo aún no terminamos de entender, se montó en un barco dirigido hacia Barranquilla y, eventualmente, llegó a Medellín.

Cuando tenía catorce años y estaba en el colegio, tuve que escribir una crónica para la clase de español. No sabía de qué hacerla, pero finalmente me decidí por contar su historia. Me fui a dormir a la casa de su primera hija, mi tía abuela, durante un fin de semana entero para que me contara todo: ¿cómo se llamaba su papá?, ¿qué pasó con sus hermanos?, ¿por qué escogió Barranquilla y después Medellín?, ¿era judío?, ¿cuántas veces volvió a Alemania después de llegar a Colombia?, ¿por qué?

Además de la exhaustiva entrevista a mi tía abuela, también recurrí a los mejores aliados de cualquier estudiante; Google Maps y Wikipedia me mostraron exactamente dónde queda Glubczyce y, utilizando el cursor de mi computador, lo recorrí, mirando sus rincones a través de mi pantalla, hasta que encontré una fuente. Ésta tenía un oso, una nutria, un león marino, un caimán y una tortuga. Wikipedia me contó que un tal Eduard Beyer había comisionado la construcción de la fuente por el nacimiento de su primogénito, Dietrich. Encontré también registros de la cervecería y maltería Beyer, fundada en 1872.

Escribí mi crónica, y aunque saqué muy buena nota, sentía que no había terminado con mi labor. Miraba la foto de la fuente casi a diario, le pasé el escrito a todos mis familiares, y reconocí que algún día tendría que escribir un libro sobre este legado familiar que había destapado después de estar bajo candado durante décadas, en los fondos recónditos de la memoria de un bisabuelo alemán que no alcancé a conocer.

Un día, mi tío empezó a hacer cerveza. Hace un año empezó a venderla en Medellín, y aunque debo admitir que estoy fuertemente parcializada, también puedo contarles que es la mejor cerveza que he probado en mi vida. En diciembre del año pasado, Beyer Bru, también lanzó varios buzos y camisetas con diseños inspirados en la travesía de mi bisabuelo. La camiseta que me regaló mi tío de navidad tiene en la espalda el estampado de mi bisabuelo sentado en una banca, mirando el periódico, con el baúl que usó en su viaje.

Desde la crónica que escribí hace siete años, y desde que mi tío empezó a adentrarse en el mundo de los archivos familiares a raíz de la creación de su marca, tenía el sueño de visitar Glubczye, y el 20 de junio por fin lo logré. Luego de encontrarnos con mi tío y su novia en Wroclaw, cogimos un tren de tres horas hasta una estación que, pensaba, era nuestro destino final. Cuando llegamos, le preguntamos al operador de la estación entre señas y una mezcla de polaco (que no sabemos), español e inglés, cómo podíamos coger un taxi hacia el hotel. “No taxi,” nos dijo. Y nos fuimos despacio hasta la estación de bus, parando cada cierto tiempo para que mi tía abuela, que no puede caminar mucho, no sintiera tanto dolor en su cadera. Y nos sentamos a esperar un bus que nunca llegó.

Cuando se hizo evidente que no había manera de llegar en transporte público, caminé por el pueblo, con un nombre tan dolorosamente polaco que lo borré de mi memoria. Iba a tocar la puerta de una casa, donde había visto parqueadas a varias busetas en la parte de atrás del lote, entre perros que ladraban, polvo, y un olor a marranera que más que asquearme, me hizo preguntarme dónde putas estábamos. Antes de poder tocar el timbre, salió una mujer con ojos azules y cabello tan rubio que era casi del color de la paja seca. No le entendía, ella tampoco a mí, pero con una sonrisa le dije el nombre de nuestro destino.

Utilizando el celular como traductor me dijo que, si esperábamos un momento, ella nos llevaría. En ese momento tenía en brazos a la que supongo era su nieta, una niña de dos años con el mismo pelo rubio y los mismos ojos azules. Luego, mientras nosotros esperábamos, entró a su casa, se cambió de ropa y ahora sin su nieta, sacó el carro por la portada metálica de su lote.

Nos montamos en un Voltzwagen negro con no menos de treinta años de uso. Tiró su cartera a la parte de atrás del carro donde estábamos mi hermano y yo, y se la cargué en mis piernas todo el trayecto para que no se le saliera nada. Le entendí que no cabríamos todos a la vez en su carro, pero que los que se quedarían atrás debían empezar a caminar, porque ella se devolvería y los recogería para llevarlos también.

No entiendo por qué esta mujer nos ayudó. Llegamos cinco colombianos, hablando en español, tocando puertas, diciendo que debíamos llegar al pueblo de al lado. Aún no sé qué hizo que ella confiara en nosotros, no entiendo cómo se fio de una persona que le hablaba a través de una pantalla. Nunca conocí su nombre, ni ella el mío. Tampoco me pidió explicaciones sobre por qué estábamos en la Polonia rural. No nos cuestionó nuestra procedencia, ni qué teníamos por hacer en Glubczyce.

Luego, ya en el hotel con toda mi familia, no pude evitar pensar en la historia de mi bisabuelo. Cómo llegó a Barranquilla sin saber español, montado en un barco; cómo dejó todo lo que conocía, y empacó todas sus pertenencias en un baúl; cómo tuvo que enfrentarse al odio del mundo occidental hacia los alemanes en ese momento, aunque fueran víctimas de la guerra que su país había comenzado; cómo tuvo que soportar maltratos y desasosiego y cómo no tuvo ni a un solo aliado; cómo tuvo que reconstruir su vida y pasó de tenerlo todo a ser un migrante más; cómo, eventualmente, alguien le extendió la mano, lo dejó trabajar, pudo ponerle baldosas al suelo de tierra de su casa; y cómo fue el hombre más amable y generoso con su familia y amigos después de todo.

Escribo esto desde Glubczyce, con la firme convicción de que los humanos somos buenos. De que la bondad y la empatía son características propias de nuestra humanidad. Porque, aunque se nos puede olvidar en un mundo de tanto caos, de tantos escándalos, guerras, pérdidas, y confusión, yo sigo creyendo que la gente es buena. Yo sigo creyendo que la gente es empática por naturaleza, es bondadosa desde siempre, y que lo seguirá siendo. Yo sí creo que cometemos errores, que hay personas que han perdido el camino, que hay quienes se han dejado manipular y torcer, pero creo, sinceramente, que frente a la oportunidad de ayudar a alguien más, siempre lo haremos. Y eso me mantiene escribiendo, me mantiene dialogando. Esa creencia, aunque algunos puedan llamarle ingenuidad, es lo que me mantiene de pie.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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