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Santiago Silva

El politiquero benefactor

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"El político sonríe satisfecho. Luego da otro corto discurso para asociar la obra a su gestión, como quién regala algo, como el benefactor que quiere ser visto, como quién alardea de la bondad propia. Ahí se encuentra, entregando esas losas a esta comunidad, los vecinos aplauden cuando termina, por defecto."

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Hay silencio en la primera fila de sillas rimax del evento. Es el lugar más importante de toda la disposición protocolaria, fueron reservadas con pequeños cartelitos en hoja tamaño carta para que solo pudieran sentarse ahí funcionarios públicos y figuras políticas importantísimas que planeaban llegar a la inauguración. Ninguno lo hizo, por supuesto. El silencio es ausencia. Desde la segunda fila para atrás, se sientan líderes comunitarios, vecinos y otros curiosos que se acercaron en un lento día de semana a ver de qué trataba todo ese alboroto. La tarima es alta e intrincada, una pantalla LED con un gran logo y un podio para que el presentador de paso, de nuevo, a los funcionarios públicos y políticos que sí vinieron, para saludar y hablar de sinergias y articulaciones e incidencia y transformación y cambio y cumplir y territorio y “los barrios” y un largo etcétera de cosas que parecemos haber acordado, en algún momento terrible, que es cómo hablan los políticos.

Hay puntos en el orden del día, suenan himnos y las manos se van al corazón por defecto, pero por fin llega el momento más esperado. El político se levanta de su puesto, en primera fila, rodeado de carteles que dicen “reservado”, para cortar la cinta. Salen camarógrafos de la tierra, tintinean los carnés de los funcionarios colgados de sus cuellos, donde aprietan, otros políticos, que no habían llegado, lo hacen justo a tiempo, sonrisas permanentes, listos para la foto. El político toma unas tijeras grandes y plateadas, estira la mano con un ligero temblor, mira la cámara y corta la cinta para recibir el aplauso de los que lo acompañan; los flashes de las cámaras son enceguecedores.

El político sonríe satisfecho. Luego da otro corto discurso para asociar la obra a su gestión, como quién regala algo, como el benefactor que quiere ser visto, como quién alardea de la bondad propia. Ahí se encuentra, entregando esas losas a esta comunidad, los vecinos aplauden cuando termina, por defecto. El acto mágico de usar el dinero de las personas para alardear sobre su responsabilidad, la posibilidad sencilla de sacar rendimientos políticos a las contribuciones colectivas. El servicio público, es decir, la oportunidad de ocupar un cargo transitoriamente para tomar decisiones sobre el patrimonio común e intentar resolver los problemas públicos, puesto al servicio del ego y de la alquimia misteriosa de convertir losas en votos.

Termina todo en un remolino de despedidas, carros oficiales que salen disparados por las lomas y equipos de logística que llegan a recoger la tarima. Una placa nos muestra los nombres de los que cortaron la cinta, un recordatorio para los que viven al lado y para los que pagaron por la obra de que su memoria es innecesaria y su mérito exiguo. Todo termina y ahí quedan las losas.

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