En mis tempranos veintes tuve la oportunidad de irme a estudiar fuera del país. Crucé el Atlántico, aprendí un nuevo idioma, conviví con personas de todo el mundo, probé cosas que ni sabía que existían, leí sobre el mundo entero, visité museos, me camuflé en una cultura que no era la mía y lo disfruté. Viví un tiempo como si fuera local, con mi acento y aspecto físico que claramente mostraban lo contrario.

Pasado un tiempo y cansada de esa nueva rutina, decidí irme a otro país, a otro que tampoco era el mío, y comenzar de cero.

Recuerdo claramente las palabras de mi papá cuando le dije de mi repentino cambio de país: ”conocer el mundo está bien, pero recuerda que aquel que es de todas partes, no termina siendo de ninguna”. Esas palabras las llevo conmigo siempre, pues me hicieron reflexionar sobre la importancia del arraigo, que por lo menos para mí y para mis vivencias ha sido fundamental.

Irse del país implica renuncias y, por más que seamos capaz de mantenernos en contaco con nuestros seres queridos, vivir la realidad de un país no es lo mismo que leerla, escucharla o verla en las noticias.

La historia de Ingrid Betancourt la conocemos todos. Es triste e injusta. Una mujer pierde lo más importante de la vida, su libertad. La pierde por años y con esto pierde su familia, sus raíces, sus vínculos, su carrera, su futuro, su esperanza, todo, todo lo que cualquiera pueda perder.

Después de su regreso a la libertad, ella, abrumada por una vida abandonada en medio de una selva se encuentra con un país que esperaba demasiado de sus determinaciones y de su futuro. Siempre he defendido su decisión de demandar al Estado, estaba en todo su derecho, Colombia le debía todo, le había arrebatado todo.

Abrumada y desolada por un país que no pudo ser empático decidió irse, con toda la razón por supuesto, a buscar una nueva vida allí, dónde no se le trataba de traidora. Y perdimos entonces en Colombia de vista muchos años a Ingrid Betancourt.

De tanto en tanto aparecía en las noticias con una que otra declaración agitadora, pero en todo caso, ella, distanciada de estas cordilleras, vivía sin duda una vida mucho más tranquila y discreta.

Tengo que confesar que su regreso hace algunos meses, quizás un par de años, a la vida política nacional me emocionó. Como lo dije, creo que Colombia y los colombianos le debemos mucho y considero también que ella tiene muchas cosas que aportar en el camino al perdón y la reconciliación que como sociedad tenemos que recorrer. Me alegró saberla en su momento precandidata al senado y la tenía sin duda en mis opciones de voto. Me pareció lo correcto y lo esperado su participación en la Coalición de la Esperanza y pensé por un momento que la historia nacional se iba a reivindicar con ella.

Pero a Ingrid, a la mujer, a la política frustrada que le tocó ser, le ganó el ego frente a la razón. Su cambio a precandidata presidencial fue el anticipo de que la cosa no iba a terminar bien. Y bueno, ya todo lo que ha pasado en los últimos días, comidilla de redes sociales y material para memes y stickers de whatsapp, creo que no hay necesidad de replicarlo.

Ingrid es la mejor muestra de la sabia frase de mi papá. Ella por decisión propia o del destino quiso ser de aquí y de allá y no terminó siendo de ninguna parte.

Completamente desconectada de la realidad de Colombia, llega con ímpetu de salvadora a explicarnos cómo se arregla este país agonizante y completamente destruido y con la única ventaja de tener un aval que a tantos le falta, lanza su carrera a la presidencia sin saber ni siquiera con quien compite, sin conocer sus rivales, ni el contexto político nacional, ni las normas que nos rigen.

Porque la Colombia que Ingrid se encuentra hoy no es la Colombia que dejó hace unos años. No puedo decir si somos mejores o peores, simplemente no somos los mismos y por más que como sociedad le debamos, nuestra moneda de pago no puede ser las riendas de nuestro futuro a costa del total desconocimiento de nuestra realidad y nuestras necesidades.

Ingrid, como todos nosotros, se quedó anclada a su sueño del pasado, de lo que hubiera querido hacer y el cruel destino no le permitió. Y ahora, con todo puesto sobre la mesa, viene a recuperar una carrera perdida, no pensando en el país sino en su lista de pendientes.

Bien lo dice el sabio Sabina: “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”.

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