Esta semana cogí un bus para ir a ponerme el refuerzo de la vacuna contra el Covid. El trayecto era de media hora, aproximadamente. Creo que es lo máximo que se puede estar en un bus sin salir de Edimburgo. Me senté y puse mi morral en la silla del lado, mi morral decorado con los pines que me habían dado la primera semana de clases, la del 13 de septiembre del 2021, la primera como universitaria en la Universidad de Edimburgo. Había eventos cada hora para los primíparos y pusieron carpas alrededor de toda la Universidad para promocionar diferentes campañas o clubs a los cuales nos estaban invitando. Una sola caminata alrededor de la universidad ameritaba llegar otra vez a mi cuarto en la residencia estudiantil con más de quince panfletos, varios pines y regalos que daban en las carpas: bonos, manillas, descuentos. Al finalizar la semana vi todos los regalos que me habían dado y seleccioné cinco pines para ponerle a mi morral; no quería sobrecargarlo. Uno es de Amnesty International, un club de la universidad al que me uní, otro tiene la foto de Malcolm X, el hombre que significó la llamada antítesis para lo que fue Marin Luther King, aunque Malcolm tenía opiniones socialistas más explícitas y era más agresivo sobre no dejarse maltratar. Otro pin tiene la bandera LGBTIQ+ en forma de corazón, otro dice “The first pride was a RIOT,” (La primera marcha pride fue un motín) en letras de arcoíris, también haciendo referencia a la bandera de la comunidad. Y el útlimo pin tenía la bandera transgénero detrás de las palabras “Trans Ally,” o “Aliadx a lxs trans”. 

En fin, estaba yo sentada en el bus, esperando a que llegara mi parada. Noté que la persona sentada en las sillas del pasillo, cuando me monté, se había bajado, y ahora estaba sentada una persona con el pelo fucsia y morado, un pelo que de inmediato asocié con la felicidad. Lo primero que pensé fue en si era tal vez un artista, y en mi mejor amiga Sofía, quien amaría poder teñirse el pelo así sin recibir miradas feas en las calles de Medellín. Esta persona estaba mirando su celular, y luego de admirar su pelo, me devolví a mirar el mío, sin pensar nada más. Cuando se aproximaba mi parada cogí mi morral para acercarme a la puerta del bus. Ahí fue cuando esta persona, la del pelo feliz,  señaló mi morral. Antes de escuchar lo que me iba a decir pensé que tal vez tenía un bolsillo abierto, que tenía algo chorreado, o que algo andaba mal. En Edimburgo nadie les habla a extraños, nadie se mete con nadie, especialmente en el transporte público. Para mi sorpresa, lo que me dijo, al señalar mis pines, fue “Gracias por ser una aliada. En serio los necesitamos.” 

Había olvidado por completo mis pines desde esa primera semana de universidad. Los había puesto con intención, pues quería ser lo más abierta posible frente a mis creencias y frente a mi posición de aliada a las comunidades LGBTIQ+. Recuerdo pensar, al poner los pines en mi morral, que estaba orgullosa de que todas las personas que me vieran caminando por la calle iban a saber un poco sobre mis valores. Pero había olvidado los pines. Se había vuelto rutina verlos en mi morral todos los días al dirigirme a la universidad o la biblioteca. Pero cuando la persona del pelo feliz me dijo esto se me encharcaron los ojos y me sentí muy agradecida porque me hubiera dicho esto. Me recordó que debía hacer más ruido, debía ser más clara, más intencional sobre cómo comunico mis alianzas a comunidades marginadas. 

Mi biografía de Instagram dice ‘Feminista’, ¿pero realmente aplico dicho emblema en mi día a día? ¿realmente soy defensora de las mujeres y sus derechos? ¿realmente paré de replicar ideas machistas? ¿paré de tildar a otras mujeres de “perras” cuando tienen varias parejas? Mi morral tiene un pin que dice ‘Trans Ally’, ¿pero realmente he hecho un esfuerzo por usar un lenguaje más inclusivo en mi día a día? ¿Sí me he educado sobre la historia y los obstáculos que enfrenta la comunidad transgénero? Mi morral también tiene un pin de Malcolm X, ¿pero realmente he parado de usar lenguaje racializado? ¿He dicho “denigrar” últimamente? ¿Me he educado sobre el racismo en Colombia y he usado mis redes para compartir mis aprendizajes a mi círculo social? Hablo de amor propio, ¿pero sigo comiendo dos veces al día para poder caber en unos jeans? 

La parte más difícil de ser humano, y mi favorita también, es darme cuenta de todas estas hipocresías, de todas estas maneras en las que me he convertido en una persona con doble moral. Lo mejor que me ha pasado es revisarme constantemente, revisar si mis acciones realmente se alinean con lo que digo. La persona con el pelo feliz me empujó a ser mejor aliada, a hacer más ruido para que todos en mi círculo social, todas las personas en mis redes sociales, sepan muy bien qué tipo de valores estoy intentando seguir en mi día a día. Y sí, digo intentando, porque hay días en que no lo lograré. Aún así, persistiré, porque estamos en un punto en el que no hay espacio para mediocridades. No hay espacio para ser un aliado mediocre, una feminista mediocre. No hay espacio para más hipocresías.

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