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Son días ajetreados para el mundo y para mí en lo personal, pues estoy a punto de acariciar por fin un espacio de mi vida en el que he dejado la piel. Por eso, en medio de los nervios, la emoción y el trajín, sin poderme sentar a escribir una columna completa, pensé que vale siempre la pena rescatar una idea bonita, pues es en el afán que a veces pisoteamos lo fundamental, lo dejamos para después, nos excusamos en las tareas que llamamos urgentes para decirnos que ya habrá tiempo para lo demás y que tal vez no es el momento para el desgaste de lo existencial.
Mientras estamos ocupados se desbordan los ríos, se quedan sin hogar las familias, estallan las bombas, se rompen fronteras no en nombre de la libertad sino de la invasión, se retrocede en leyes que arrancan libertades y dejan desprotegidos a millones, se talan selvas y bosques en silencio y a escondidas de las redes sociales, se gastan millones en campañas políticas mientras personas a quienes bien podrías amar se acuestan sin comer.
Por eso lo existencial, el fondo de la vida, es importante siempre. Debe ser la base del día a día, aun en medio de la fugacidad. Recurro entonces hoy a ese maravilloso personaje que es Atticus Finch, de Matar a un ruiseñor, para resaltar sus palabras en tiempos de debates y decisiones que condicionan lo que somos:
“Tienen derecho a creerlo, ciertamente, y tienen derecho a que se respeten en absoluto sus opiniones —contestó Atticus—, pero antes de poder vivir con otras personas tengo que vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia de uno.”
Aun en la fugacidad, nos enfrentamos a vivir con nosotros mismos. De lo que hagamos con ello depende el mundo entero.