No me encanta escribir de política. Creo que dejar que todas mis letras se vayan al asunto muy serio de adultos serios como lo es la política implica la traición de la que el Principito nos advirtió. Pienso que puede ser más interesante seguir buscando los elefantes digeridos por boas. Seguir luchando contra los sombreros.

No obstante, la política también es la vida. Ignorarla es un acto fútil. Es una confluencia de intenciones, ideologías, sueños, poder, personalidades, monopolios y vidas enteras. Creo que muchos la vemos como la materialización de quienes somos como pueblo. Si la política nacional es saludable, significa que nuestra sociedad también. Si la cultura de los gobernantes es correcta, derecha y altruista, significa, automáticamente, que la nuestra también. Toca pararle bolas al ente al que hemos rendido el monopolio de la violencia y una porción de nuestro trabajo. La institución que dirige el timón moral de nosotros. Que se atreve a responder las preguntas insolubles. Que no solo se encarga de mejorar nuestra calidad de vida, pero también definir qué es la calidad de vida. Que lucha contra injusticias pero que también define qué es hacer justicia. El Estado, hoy, en ese poder amplio y dominante, trata de traer al papel, a la vida, todos esos elementos confusos de ser humano. De ser nosotros.

Por eso, ante las elecciones del pasado domingo, se me hizo difícil evitar algo de rabia, desdén y frustración. Porque me importa. Y como tenemos que escribir de nostalgias, también tenemos que escribir de esa impotencia que se esparce por todo el cuerpo cuando parece que ese Estado que supuestamente se debe alinear con quien somos, no lo hace. Que soy yo el desalineado.

Ahora, debo admitir que criticar el fracaso es fácil. Ejercer retrospectiva no es especial. Pero creo que indagar de porque los de centro parecemos estar desalineados con el país, o por lo menos con sus urnas, es importante. Porque no solo significa que puede que nuestros ideales estén fallando, pero que aquel cemento que cubre nuestra base moral no está logrando convencer a los otros colombianos que es el correcto. También importa entender porque aquellas personas que clamaban estar nosotros en esa similitud de ideales y que deseaban representarlas no lograron conquistar al resto de Colombia.

La Coalición Centro Esperanza se mostró lánguida. Cuando ya salía el quinto boletín el pasado domingo, ya se había pintado el cuadro que temía. El centro sigue aplastado entre las dos corrientes ideológicas, más extremas. Entre las que supuestamente sabían elegir y escoger, sin fundamentalismos, las mejores ideas. Las que ellos prometían amansar y desenmascarar en su discurso. Yo, tibio por crianza (y algo de elección), empecé a sentir una frustración inmensa de que mi país no se atrevía a centrarse. Pero, creo que a este centro tímido se le olvida muchas veces atreverse a contestar esa pregunta de ¿Qué es la buena vida? Que parece cimentar la mayoría de los discursos de los otros bandos. En la izquierda, hablan de una justicia absoluta, igualitaria, económica y material. De la búsqueda de una sociedad despojada de jerarquías. Del abandono de un pasado injusto que solo se ocupó de resolver los problemas de los afortunados, no de “nosotros”, de los “olvidados”. La derecha habla de la preservación de una sociedad pura, libre (en lo que está bien ser libre), donde el trabajo manda el éxito y el pasado importa. Que señala que el presente no vino de la nada y que lo que pensábamos debería seguir siendo lo que pensamos. En el centro ¿cuál es nuestra buena vida? Es una pregunta que no sé contestar bien. Creo, entonces, que uno de nuestros atributos más definitivos: la promesa de apertura a otros puntos de vista y que nuestros propios son maleables, es lo que adormece cualquier tipo de intento a responder esa pregunta y, por consecuencia, cualquier pasión que podríamos despertar. Hay una desconexión enorme con una respuesta que buscan los votantes.

Creo que la falta de claridad del centro, de hacerse un movimiento político con un norte más claro, fue lo que hizo que perdiera la oportunidad dorada y el impulso que llevaba desde el 2016. Desde ese momento donde la polarización, liderada por Trump, parecía frustrar a los países que observaban con horror lo que pasaba en Estados Unidos. El centro, por default, representaba esa opción. La escapatoria. Tanto así que Fajardo estuvo a poco más de un porcentaje del voto de ser presidente de Colombia si pasaba a segunda vuelta en 2018. Pero, en los últimos cuatro años, el centro se olvidó de sí mismo mientras la izquierda siguió empujando su discurso fuerte, crítico y claro, contra un gobierno que resultó ser redundante. Súmele a esto que cuando se fueron acercando las elecciones, y esto ya no es nuevo para nadie, la cantidad de escándalos, peleas y fricción entre unos candidatos que prometían empujar una agenda conjunta, alejó aún más a los que dudaban si el centro era una fuerza política seria, comprometida y unida. Como joden por ahí en twitter, terminó siendo la Colisión del Centro de la Desesperanza.

Creo que va a tomar varios ciclos políticos para que el centro se vuelva a consolidar y acercarse a una presidencia del país. Los errores de los últimos cuatro años van a pesarle a cualquier candidato que tome la bandera de la discusión, del ser templado. Y nosotros, los que irremediablemente nos identificamos con estos colores, nos tocará, como unos desplazados ideológicos, tratar de camuflarnos en el lado que menos duela.

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