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Me acuerdo cuando probé ciertos psicodélicos que, gracias a la ilusión espectral de sus químicos, alteraron mi sentido de la visión. Pero con una conciencia clara, introspectiva y analizadora en esa experiencia única, me quedó una conclusión divertida sobre las visiones falsas: se sentía como un filtro de Instagram. Sí, de Instagram. Porque es un filtro que como viene se puede ir. Que uno sabe que es falso y que altera la realidad de manera obvia y adrede. Que, además, por lo menos con las pastillas que escogí para llevarme a ese mundo extraño, era uno que se podía quitar con un simple sacudón de la cabeza. Temporales, falsas y engañosas son las alucinaciones y los filtros de Instagram. Uno quizá es menos popular que el otro, y uno es quizá hasta más falso y nefario que el otro. Cuál es cuál es una conclusión que le dejo al lector.

Pero esa idea se me devolvió bajo un contexto completamente distinto acá en esta tierra donde solo se vale quitarse la sobriedad con aguardientes: las conversaciones políticas. Se nos olvida casi siempre que los interlocutores están siempre con un filtro puesto en su conversación. Un filtro que hace algo parecido que los que ponemos sobre nuestras fotos para vernos mejores, o simplemente para cambiarlas de manera divertida: distorsiona la realidad. Pero este filtro es único para cada uno de nosotros, y es difícil de cambiar e imposible de ignorar. Y altera no nuestra visión o nuestras fotos, pero nuestras opiniones hasta su raíz más profunda. Tinta todo lo que pensamos en el mundo gigantesco de la política y la moral. Establece ciertos arraigamientos profundos de los que parten cada una de nuestras palabras. Es simplemente, nuestra manera de dilucidar el mundo.

Quizá por eso es tan difícil encontrar posiciones compartidas con unas personas, pero con otras es natural e inmediato. Con algunos, nuestros filtros se alinean, nuestras ideas hondas las compartimos para que las conversaciones sean llevaderas y se carguen solas en un monologo tranquilo que, aunque nazcan diferencias, un consenso siempre podrá llegar. Mientras que, con otros, a los que su filtro distorsiona el mundo de una manera opuesta e incompatible con nuestros ojos, encontrar un acercamiento amistoso se vuelve imposible.

Siempre he pensado que la idea de la buena vida es construida de manera individual y es una de las opiniones que más alcance tiene sobre nosotros. Sobre quienes somos y quienes deseamos ser. Pero también me he dado cuenta de que ser coherente en nuestro día a día con nuestra visión de la buena vida es casi imposible. Entonces cuando pienso en ese filtro metafórico que toca todas nuestras palabras, enciende nuestras peores rabias y nos indigna con seres que violan nuestra realidad del mundo y la manera que deberían ser las cosas, no siempre se alinea con la visión del individuo para una buena vida.

Recordé, en esta línea de pensamiento un filtro que afectaba a una tribu australiana cuyo idioma, el Guugu Yimithirr, usa las direcciones cardenales para señalar objetos. A diferencia de los idiomas cosmopolitas de hoy en día, no señalan basado en referencia a otros objetos y comparaciones, pero usan únicamente el norte, sur, este y oeste. Su mundo es distinto. En cualquier momento, estén donde estén, sin tener que mirar arriba, conocen hacia donde pueden encontrar los polos, y a donde se dirigirá el sol cuando se acabe el día. Su filtro, por nacimiento y lenguaje, hizo que su mundo fuera así.

Quizá es un recordatorio que no debemos ignorar que todo lo que hacemos está guiado por estos filtros inamovibles. Que las rabias deberían aplacarse frente a la frustración y, que, bajo diferencias imposibles, quizá la mejor opción es indagar las visiones del mundo de los otros. Una conversación que puede llegar a ser mucho más productiva e interesante que los odios que evoca la incompatibilidad existencial.

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