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Me despierta el calor. Siento el sudor en la piel. Miro el reloj no para consultar la hora (5:03 a.m.), sino para indagar sobre la temperatura: 25 grados celsius.
Doy vueltas en la cama y no me animo a levantarme a dar una vuelta por la casa y mirar por la ventana, no vaya a ser que me encuentre con un paisaje en llamas, como el personaje anónimo de La carretera, la novela de Cormac McCarthy. Faltan 90 segundos para el fin del mundo, recuerdo.
Estiro la mano en la oscuridad buscando el vaso de agua que dejé sobre la mesa de noche. Está vacío. Me levanto, camino a tientas hacia la cocina. Miro por el rabillo del ojo hacia el exterior: no, el mundo aún no está ardiendo. O no lo aparenta. Giro la llave del agua y alcanzo a alucinar con la posibilidad de que no salga agua, solo el estertor de las tuberías vacías.
Vaga en mi memoria una crónica que leí hace más de 20 años. Era la historia de un bereber que dejaba los desiertos del norte de África para estudiar en París. No recuerdo gran cosa, pero sí su llanto ante alguna de las fuentes de la capital de Francia. Tal vez viendo el agua correr en los Jardines de Trocadero, tal vez viendo los peces botarla por la boca en la Fuente de la Concordia.
Hay agua en la llave, hay hielo en el congelador. Bebo menos por sed que por la necesidad de eliminar la sensación de tener la boca repleta de babas secas. «Hacia el año 2025, cerca de dos tercios de la población humana tendrán que vivir con reservas bajas, cuando no catastróficas, dice un informe de la Unesco de 1999. Lo publicaron en una revista llamada El correo. “Agua escasa, agua cara”, es el titular de la publicación.
Hay un destacado en el artículo: una familia media canadiense utiliza cada día 350 litros de agua. En África, el promedio es de 20 litros y en Europa de 165.
Lleno otro vaso.
La Global Water Partnership (GWP) dice que tenemos agua en Colombia para tirar para el techo: «En el listado de los países que cuentan con la mayor cantidad de agua, tres países latinoamericanos están entre los 10 primeros: Brasil (primer sitio), Colombia (tercero) y Perú (octavo)». Recuerdo, también, que en El otoño del patriarca, de García Márquez, a aquella nación atribulada por ese dirigente eterno le cobraron la deuda externa quedándose con el mar. “Ahí te dejamos con tu burdel de negros”, le dijeron.
Julio de 2023. Los habitantes de Montevideo están sedientos. No se suponía que Uruguay se quedara sin agua, tituló entonces un artículo el New York Times. «Por el contrario, las regiones “ricas en agua”, como el norte de Europa, Canadá, la casi totalidad de América del Sur, África Central, el Lejano Oriente y Oceanía continuarán disfrutando de amplias reservas», consta en el artículo ese en la revista de la Unesco.
En Chile, una comunidad entera se quedó sin agua porque una empresa de aguacates hass desvió y acumuló el líquido para regar las frutas que vendieron en el exterior.
Febrero de 2024. Los habitantes de Ciudad de México están sedientos. Las reservas se agotaron y llevaron al racionamiento. Las autoridades han ido a exprimir otros cuerpos de agua, donde quiera que los haya. “Los habitantes de otros barrios afirman que, al bajar el nivel de los embalses, el agua que les llega es cada vez más turbia y maloliente”, leí en un informe de Los Ángeles Times.
Marzo de 2024. Unas cuantas lluvias salvan a unos barrios de Medellín del racionamiento. Sin embargo, el agua que bebemos (y derrochamos) en el Valle de Aburrá está cada vez más lejos. Aún así, 33 municipios de Antioquia sí han tenido que cerrar las llaves de sus acueductos.
Abril de 2024. Los habitantes de Bogotá pueden llegar a estar sedientos. Por ahora, el alcalde Carlos Fernando Galán se toma las cosas con humor.
Salgo al balcón. Ya el cielo luce rojizo. Parece que hoy tampoco lloverá.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/