Estados Unidos se cansó y pidió el divorcio

Se veía venir.

La ideología, la cercanía, las apuestas. Todo apuntaba a que el rumbo de la relación cambiaría. No de un día para otro, pero sí de manera constante y predecible. Se veía venir que el alineamiento con regímenes incómodos iba a pasar factura; que los discursos de soberanía y autonomía, usados con un tono de desafío, terminarían erosionando una relación construida durante décadas.

Durante años, Estados Unidos y Colombia fueron una pareja estable. Con diferencias, sí, pero con propósitos compartidos: seguridad, cooperación y comercio. Uno aportaba recursos y respaldo; el otro ofrecía estabilidad y cumplimiento. Era una alianza práctica, basada en la confianza, los intereses y el entendimiento mutuo.

Hasta que Colombia empezó a coquetear con otros. En un matrimonio de décadas, los gestos pesan más que las palabras. Y Colombia empezó a mostrar señales: llamadas incómodas, visitas inesperadas, elogios públicos a viejos adversarios. De pronto, hablaba con más entusiasmo de Caracas que de Washington y se dejaba ver en reuniones con gobiernos que antes criticaba. Washington, que había sido paciente y generoso, empezó a notar la distancia.

A eso se sumó una actitud permisiva frente al ELN y las FARC —una línea roja para Estados Unidos—, y una tibieza en la lucha contra el narcotráfico que hizo evidente el cambio de prioridades. Pero lo que realmente rompió el equilibrio fueron los gestos que ya no parecían descuidos, sino provocaciones: los insultos públicos a figuras del gobierno norteamericano, los discursos desde la ONU criticando abiertamente a Estados Unidos y las declaraciones que justificaron o minimizaron los ataques a barcos estadounidenses en el Caribe. Esa fue la gota que derramó el vaso.

Cuando los desplantes se hicieron públicos y las ofensas cruzaron la línea de lo diplomático, Estados Unidos decidió reaccionar. Y lo hizo como solo Trump sabe: con contundencia. No es el cónyuge paciente que espera a que la crisis pase; es el que rompe el silencio, arma un escándalo que resuena en toda la cuadra y deja las maletas en la calle. El anuncio del divorcio llegó sin rodeos: declaraciones explosivas, suspensión de ayudas, nuevas tarifas y advertencias abiertas. No había espacio para excusas ni reconciliaciones.

Y, como en toda separación, los más afectados no son los padres sino los hijos: las empresas que exportan, los trabajadores que dependen del comercio, los productores que sostienen gran parte de la economía nacional. Según cifras del DANE y el Ministerio de Comercio, en 2024 las exportaciones de Colombia hacia Estados Unidos alcanzaron los 15.000 millones de dólares, lo que representa el 27 % de todo lo que el país vende al exterior. Los sectores más relevantes son petróleo y derivados, flores y café, que juntos concentran más del 60 % de ese intercambio.

El impacto económico de un arancel general del 10 % —como el anunciado preliminarmente por Washington— podría representar pérdidas superiores a 1.000 millones de dólares anuales, según estimaciones publicadas por El País y Bloomberg Línea. En el sector floricultor, que exporta más de 2.000 millones de dólares al año y emplea a unas 200.000 personas, la afectación podría alcanzar el 20 % del valor total de sus ventas. El café, con exportaciones cercanas a 1.800 millones, vería reducidos sus ingresos en al menos un 15 %.

Y si la escalada continúa —con aranceles posibles del 25 % o incluso del 50 %—, el golpe sería devastador: pérdidas superiores a 5.000 millones de dólares, caída en las exportaciones, contracción de la inversión extranjera y una presión inflacionaria que golpearía de lleno el empleo y el crecimiento. El propio Bloomberg Economics advierte que una guerra comercial sostenida con Estados Unidos podría restar hasta 1,2 puntos porcentuales al PIB colombiano.

Ante una crisis así, cualquier gobierno se vería acorralado. Pero uno con inclinaciones populistas podría oler la oportunidad: cuando los mercados colapsan y la incertidumbre reina, las medidas extremas comienzan a parecer razonables. No sería extraño imaginar un estado de excepción, poderes extraordinarios y un discurso que se venda como “protección nacional”. Una jugada tan predecible como peligrosa.

Los acuerdos entre países no son “hasta que la muerte los separe”. Duran mientras ambos ganen. Y cuando uno descubre que el otro coquetea con sus enemigos, la ruptura no tarda en llegar. Estados Unidos decidió irse. Y nosotros, como en todo divorcio mal manejado, corremos el riesgo de perder más que una relación: la estabilidad.

Se veía venir.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/daniela-serna/

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