Tenoch se disculpó, su novia lo esperaba para ir al cine. Julio insistió en pagar la cuenta. Nunca volverán a verse — Y tu mamá también.
La vida siguió para Tenoch, como también lo hizo para Julio. Mejores amigos por años, confidentes; escudo y espada. Fuerte amistad que, no obstante, terminó disolviéndose sin necesidad de palabras. Como una vitamina efervescente.
Recuerdo haber tenido una de esas conversaciones. Pasé un par de años sin encontrarme con un amigo. Viajes y estudios nos distanciaron, nada más, nada personal. El reencuentro fue extraño. Había en ambos una imposibilidad de mirarnos a los ojos. Si lo hacíamos, parecía como para evaluar, para calcular qué tan confidentes seguíamos siendo.
Sentí una profunda angustia. No encontraba sus ojos, pero tampoco las palabras para hablarle. Nuestra conversación parecía atrapada —refugiada hasta el cansancio— en el recuerdo. Regresábamos a viejas memorias compartidas como para mantener encendido un fogón a punta de servilletas. Los recuerdos y las risas se agotaban rápidamente. Yo ya no era ese amigo del recuerdo. Él tampoco. Brindamos por una última vez y nos despedimos con las palabras de siempre: “cuadramos para vernos en estos días, ojo pues”.
Han
pasado
cerca
de
tres
años
desde
ese
último
encuentro.
Tres años de silencio. Un silencio que, no obstante, está lleno de palabras. Entiendo que no hace falta hablar. En esta actualidad hiperracionalizada, aduladora de los porqués y las respuestas inmediatas, escuchar y leer el silencio, creo, es necesario. Escribe Carlos Thiebaut que “rehusar explícitamente responder es hacer un acto que comunica, quizá mostrando la imposibilidad o la inutilidad de palabras y acciones, su límite. Extrañamente, el silencio comunica, o puede hacerlo, a la vez que muestra los límites o los fracasos de la comunicación verbal”.
En el afán por comunicar, por expresar, por “poner en palabras”, también olvidamos esa otra línea: la de la verdad. El afán por decir nos lleva a decir demasiado o, incluso, a decir aquello que no debe ser dicho. No encuentro mejores palabras para esto que las ya escritas por Emily Dickinson:
Di la verdad entera pero dila sesgada.
El logro está en decirla oblicuamente.
Demasiado brillante para que la gocemos,
es la verdad alta sorpresa,
como para el niño el relámpago
que alguna explicación benévola mitiga.
Que la verdad deslumbre gradualmente,
no sea que nos quedemos ciegos.
Creo que el exceso de palabras y, por consiguiente, la crudeza de la verdad, ya han cobrado varias víctimas. Sigue haciéndolo.
Hay, por lo tanto, una profunda comprensión de la otra persona en la comunicación silenciosa. Claro que, en términos de relaciones interpersonales, está bien poner de presente lo que nos incomoda, manifestarnos, hablar y evitar refugiarnos, no busco amparar ni proteger situaciones de abuso con el silencio. No me malinterpreten. Mi punto es que hay emociones y posturas que las palabras terminan enlodando. Palabras que no llegan a ese oscuro rincón del corazón donde sí se acerca el silencio.
En su cuento Enemigos, Chéjov escribe: “En general una frase, por hermosa y profunda que sea, solo causa efecto en los indiferentes, pero no siempre puede satisfacer a quien es feliz o a quien es desdichado. Por esto casi siempre la máxima expresión de la felicidad o de la desgracia es el silencio”. Escuchar y acudir al silencio supone el reconocimiento del peso de las palabras. De nuevo Thiebaut en Daño y Silencio explica que: “Existen momentos y experiencias en los que el silencio es no solo todo lo que podemos hacer, sino precisamente aquello que debemos hacer, todo lo que se nos pide que hagamos”. ¿Qué se hubieran podido decir Tenoch y Julio que ya no se escurriera, como lágrimas, en sus miradas? ¿Qué palabras le podría decir a mi amigo que ya no nos hayan susurrado los años de silencio? Prefiero seguir caminando en el jardín de los senderos que se bifurcan. Soltar de una buena vez esa amistad que sobrevivía aferrándose al recuerdo con manos sudorosas. Guardo el recuerdo y decido, con el silencio, protegerlo del presente. No vaya a ser que las palabras, demasiado brillantes, me dejen ciego.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/