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Es mejor decir groserías que hacerlas

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Bueno, sería preferible no hacer ni lo uno ni lo otro, pero, cuando es inevitable en el marco de una molestia o enojo, elijo lo primero, si entendemos por grosería el uso de palabras soeces, incluyendo las castizas.

Hay personas que se escandalizan con palabras bastas o términos burdos, pero o no se percatan, o desestiman o se desentienden de malparideces de facto, incluyendo actos del habla, que atentan contra la dignidad humana o profesional, muy sutiles unas y evidentes otras para personas sensibles, así se hagan “sin querer, queriendo”, como diría El Chavo.

Empecemos por ilustrar algunas de las sutiles y más recurrentes. El uso de diminutivos, salvo cuando son expresión de afecto, es una forma de subestimar o pordebajear a otros. Los apelativos o términos discriminatorios por machistas, racistas u homofóbicos suelen pasar desapercibidos, aun para los menospreciados. Por ejemplo, llamar niña a una joven o mesera de restaurante parece normal y no llama la atención.

Sí, ya sé, muchos me dirán que quienes ven o vemos las cosas así somos muy prevenidos, tenemos complejo de inferioridad o somos paranoicos. Aún más, que somos de izquierda. Que la mayoría de personas que se expresan de esa manera, aun estando equivocados, lo hacen inconscientemente y sin la menor intención de ofender. Y a veces tienen razón, pero la falta de consciencia no es excusa suficiente, porque rápidamente la adquieren cuando el trato es contrario: dígale niño a un joven o adulto que también sea mesero de restaurante y de inmediato notará su reacción y hasta la de los que están alrededor.

Pero si estas actitudes menoscaban la dignidad humana, hay otras que la abofetean, aunque luego las justifiquen. Son propias de personas insensibles, soberbias o que se creen por encima del bien y del mal. Tratar de “retenidos” a secuestrados ajenos a la guerra o responderle a las madres de los mal llamados “falsos positivos” que sus hijos “no estarían recogiendo café” son actos más agresivos y groseros que todas las palabras soeces juntas. Infamias e ignominias difíciles de perdonar.       

Otros ejemplos, no menos carentes de un mínimo de respeto y compasión, es decir que el salario mínimo en Colombia es excesivamente alto, con el tecnicismo chimbo de que en relación con el salario medio de los demás colombianos estamos muy por encima comparados con otros países de la OCDE o de otros organismos multilaterales. Normalmente lo expresan quienes tienen salarios bastante generosos y que nunca han mercado con un mínimo. Diferente es que muchas Mypimes no puedan pagar más del mínimo dada su realidad económica y la del país. O qué tal los empresarios que se viven ufanando de que son ellos los que mueven la economía y generan progreso en el país, desconociendo de tajo el rol que también tienen el trabajo y los trabajadores en la generación de riqueza. Son los mismos que nos quieren convencer de que crean empresas para generar y dar empleo y no para dar plata, como debe ser. Ni que sus empleados no dieran nada a cambio.

Por supuesto que cuando a los groseros de facto se les señala de tal cosa, se niegan a reconocerlo, o, cuando excepcionalmente lo hacen, remarcan que no era su intención, pero lo continúan haciendo. Cambian más fácil los drogadictos y están más dispuestos a hablar de sus debilidades. Los groseros de facto son cobardes para hablar de groserías de manera abierta. Esquivan la discusión racional, ética y más la estética. No la necesitan porque están convencidos de que ellos encarnan los buenos modales y lo “políticamente correcto”; vulgares son los que dicen las groserías.

En los detalles está el diablo dice el refrán, con discriminación de credo incluida. Lo que sí es cierto es que estas aparentes minucias no son tan triviales como parecen. Son el germen de malestares y resentimientos, que cuando se toma consciencia de ellos por los ultrajados, terminan siendo inexorables las reacciones también violentas: la violencia engendra violencia. 

Develar estas formas sutiles de violencia es lo que, siguiendo a Habermas, nos permitiría emanciparnos para no dejar institucionalizar las desigualdades ni las injusticias; para evitar que las relaciones de poder devengan en la dominación que las acentúa y hace más difícil revertir estas asimetrías. Y como “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”, tarde que temprano estas inconformidades represadas salen a flote, porque como bien planteaba Jung, lo que con más fuerza se reprime con más fuerza sale con otro rostro.

Advertir sobre estas formas de violencia y exclusión no es una actitud revolucionaria, sino pragmática. Si desde temprano en nuestras relaciones interpersonales no fomentamos ni acentuamos estas desigualdades e injusticias, evitaremos que las diferencias se tornen en conflictos, o por lo menos que los conflictos no devengan en violencia física. Ya lo decía Héctor Abad Faciolince, “nos faltan palabras para insultarnos, en vez de matarnos”.

A las “gentes de bien” (otro término excluyente y provocador) les parecen estridentes las palabras soeces y burdos los que las dicen, al tiempo que refinan sus groserías de facto, convencidos de que proceden correctamente, porque ellos, “los buenos, son más”. Si ese es el parámetro, prefiero continuar en la lista de los malos, mientras sigo luchando con las groserías que también hago, porque no solo las digo. No soy ejemplo de nada, pero tampoco esquivo los signos de interrogación que a diario me interpelan.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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