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El Alzheimer no es contagioso. Eso, según los textos científicos y los neurólogos. No es como la gripa, la gastroenteritis ni el VIH. La ciencia lo sabe. Comprendemos que no hay un tipo de germen que pase del paciente a los cuidadores. Es decir, esa enfermedad no es una infección, en el sentido estricto.

Sin embargo, en el día a día, la realidad parece gritar otra cosa. Lo que sucede con este tipo de enfermedades es que el germen no está en la célula, sino en las emociones. No pasa que, si el paciente estornuda, la cuidadora queda contaminada. Pero, el contacto diario con la enfermedad sí genera efectos directos en las personas del entorno más cercano.

El neurólogo hizo un cambio en la medicina del paciente. Ante nuestra cara de duda, nos dijo que la pastilla se la tomaba el enfermo, pero le hacía efecto a la cuidadora. Eso me pareció determinante, porque ya sabíamos que la enfermedad no la padece solo quien recibe el diagnóstico, sino que afecta a la familia, y en especial, a la cuidadora principal.

La rutina, la alimentación y la socialización de quien cuida se ve directamente modificada por la enfermedad. Las conversaciones se hacen repetitivas: síntoma, cita, medicina. El espacio en el que habitan se reduce a la habitación donde el paciente más tiempo pasa, que suele ser donde está la cama. La vida se reduce en tiempo y espacio para ambos.

La cuidadora empieza a olvidar cosas inmediatas. A veces, ni se acuerda de alimentarse. El esfuerzo físico y mental es superlativo. En ocasiones duda si tomó sus medicinas, pero sí sabe que las del paciente se tomaron en la hora adecuada. Ella se desubica; no recuerda la última conversación ni cómo se llama aquella persona. Hay en la dedicación al otro una paradoja: mientras más cuida más se descuida.

Los síntomas parecen repetirse como si estuviéramos frente a un espejo. Y, el más contundente contagio toma forma de angustia. Uno y otra están preocupados, pero de maneras distintas: mientras el primero pasa de la angustia al vacío, la mente de la cuidadora, sin proponérselo, refuerza la preocupación, la nutre.

Lo más doloroso es el tránsito por un tipo de limbo. El paciente que, por instantes, sabe qué le está pasando y nota lo irremediable de su deterioro, pues no está del todo al otro lado de la consciencia. Y la cuidadora que es testigo de los estragos de la enfermedad en el otro y pero recibe los efectos en ella misma.

El neurólogo insiste: no es contagioso, pero a la que hay que atender es a la cuidadora.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/

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