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Era un viernes, como a las 3 de la tarde. Sentado en la que fue la sala de mi abuela, presencié tal vez una de las escenas más especiales que haya visto en mi vida. Mi tío Pacho, en medio de un profundo letargo producto de la sedación que le aplicaron para controlar el dolor, descansaba sentado en uno de los muebles, mientras Rodrigo, su gran amigo de toda la vida, lo abrazaba y le sostenía la cabeza con una mano, para que estuviera más cómodo. Si pudiera retratarse la amistad verdadera, la del corazón, creo que así se vería. Dos amigos, ya con el pelo blanco, acompañándose y apoyándose en los momentos más duros, hasta el final.

“Fuimos amigos 45 años, él me decía ‘Guineo’ y yo a él ‘Patas agrias’, porque era muy malgeniado” me cuenta entre risas Rodrigo. Compartían una gran pasión por la pesca, son legendarias las historias de sus pesquerías por toda Antioquia.

Decían que Pacho era muy malgeniado, sin embargo, para mi era todo lo contrario: un tío profundamente amoroso, querendón y especial. Mi abuelo Jaime le había dejado una finca a sus hijos, pero para nosotros siempre fue “la finca del tío Pacho”, pues siempre que íbamos él estaba allá y nos recibía con besos, galletas, y frutas. Cuando mi hermanita y yo éramos niños nos llevaba a montar en mula entre los frutales y cañaduzales, nos acolitaba las guerras de pantano (con algunos proyectiles prohibidos de boñiga) y se moría de la risa viendo cómo quedábamos embarrados hasta las orejas, me llevaba en secreto a ver sus navajas y la pistola del abuelo, y a mi hermanita le alcahueteaba lo que fueron los primeros atisbos de la gran veterinaria en la que se convertiría, dejándola quedarse horas y horas metida en la perrera con alguna de las perritas que acababa de tener cachorritos, con los que fue armando la jauría más grande que haya visto en mi vida (llegó a tener 17 perros. No exagero: diecisiete).

Era un enamorado de la naturaleza, del campo, de las plantas, de los animales. Aun cuando vivió por algunos períodos en la ciudad, lo recordaré siempre en sus fincas, primero en Barbosa y luego en Támesis, a donde se trasteó con su esposa Marlen –su amor–, y sus 17 perros a vivir sus últimos años.  

La noticia de su cáncer fue un golpe duro, de esos que pegan en el alma y dejan una sensación de vacío en el estómago. Sin embargo, desde el primer día lo enfrentó con valor, asumió la muerte como una posibilidad, y aun cuando no le tuvo miedo, siempre dijo que quería vivir, que tenía aún mucho por vivir. Resistió con estoicismo los dolores, que cada vez se hacían más agudos, sobre todo al final, cuando el cáncer fue mucho más agresivo e hizo metástasis en huesos y órganos. Nunca se dejó derrotar y no perdió su buen humor; recuerdo que una vez de camino a Támesis le pregunté si no se quería tomar unos aguardienticos, a lo que me dijo muy serio “El médico me dijo que mejor no, y yo le hago caso porque me dice que tengo expectativas de vida; porque si me dice que me quedan dos meses de vida, me arranco a beber todos los días”.

Durante toda esa lucha se mantuvo fiel a su pensamiento liberal, varias veces nos dijo que cuando ya no hubiese nada que hacer, no prolongáramos inútil y dolorosamente su existencia, siempre pidió que defendiéramos su derecho a morir dignamente. Cuando salió de la última hospitalización, en la que nos dijeron que ya no había nada que hacer, y que lo mejor era quitarle el dolor y darle cuidados paliativos, lo enviaron al apartamento y por fin pudimos visitarlo. Pensé que iba a estar muy sedado y casi inconsciente, pero ese primer día me encontré a un tío lúcido y plenamente consciente. Nunca olvidaré sus palabras cuando mi hermana y yo cruzamos la puerta de la habitación: “hola mis amores”, como llevándonos en un viaje veinte años atrás, cuando éramos dos niños que lo saludábamos entrando a la finca.

Esa tarde tuvimos una conversación especial. Le conté la noticia del día, de cómo La Corte había prohibido la pesca deportiva por considerarla una forma de maltrato animal. Tampoco olvidaré su respuesta: “me parece bien, vamos a acabar con todo”, respuesta que podría sorprender, viniendo de uno de los más afiebrados pescadores de la familia, sin embargo, por su amor por la naturaleza entendió que sus pasiones no podían implicar el sufrimiento de otro ser y la destrucción de la de los ecosistemas. Y así como esta, cambiaron y evolucionaron muchas cosas en su mente y en su espíritu, sin embargo, hubo algo que siempre lo mantuvo atado, algo de sí que nunca cambió y que se llevó hasta el final de sus días: su amor por el Deportivo Independiente Medellín. Le di entonces la otra noticia del día: 

  • “Tío, imaginate que ayer perdió Medellín”
  • “Si, eso vi. Son muy malos.”

Fiel ejemplo hasta el final de ese optimismo resignado que nos acompaña a los hinchas del Medellín, que siempre guardamos esperanzas aun cuando sabemos que no hay razón alguna para tenerlas. 

Cuatro días después se fue el tío Pacho. Rodeado de su familia, que lo cuidó y lo consintió hasta el final. Ojalá todas las personas pudieran dejar este mundo así. Escribo hoy entonces en un homenaje a él, a su vida, a su amor por la naturaleza, por la música, por el DIM, por su familia, por nosotros. Escribo hoy como un homenaje a su memoria, al tío humanista, amoroso, liberal, caminante. 

Me quedo con sus chistes, con sus besos, con su cariño, con sus historias. Hoy vuela alto, como los pajaritos que tanto disfrutaba ver. Vivirá para siempre en nuestras mentes y en nuestros corazones.

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