Dolor

Hace pocos días, en Madrid Cundinamarca, un adolescente de 14 años se quitó la vida al lanzarse desde el séptimo piso de un edificio. El hecho conmocionó a la comunidad y encendió una vez más las alarmas sobre una realidad que el país no puede seguir ignorando: el acelerado deterioro de la salud mental en niños, niñas y adolescentes.

Esta tragedia no es un hecho aislado, es parte de una tendencia dolorosa que se ha venido agravando con el tiempo. Según datos del Instituto Nacional de Salud, entre enero y abril de 2025 se registraron 2.759 intentos de suicidio en menores de edad en Colombia. Más del 70 % de estos casos correspondieron a niñas y adolescentes mujeres. La cifra es alarmante: cada día, al menos 23 niños, niñas o jóvenes intentan quitarse la vida en el país. Detrás de cada número hay una historia silenciada por el dolor: hogares fracturados, violencias que se vuelven rutina, exclusiones que aíslan, presiones académicas asfixiantes, discriminación constante o simplemente, la ausencia de un lugar seguro para ser escuchados y comprendidos.

Contrario a lo que se cree, la salud mental infantil no se rompe de un momento a otro, se va deteriorando lentamente, mientras los adultos – por desconocimiento, por miedo o por falta de tiempo – restan importancia a los síntomas: cambios de ánimo, aislamiento, irritabilidad, baja autoestima, trastornos del sueño, pérdida de interés. La mayoría de las veces, esas señales no se interpretan como advertencias, sino como “etapas” que “ya pasarán”.

En este panorama, la escuela ocupa un lugar determinante, y los docentes muchas veces sin saberlo, se convierten en los primeros adultos capaces de detectar el sufrimiento. Un maestro atento puede notar el silencio inusual, la caída en el rendimiento académico, la desconexión emocional, la mirada perdida. Pero para que ese primer llamado se transforme en ayuda, se necesita más que sensibilidad: hace falta formación, tiempo y respaldo.

A pesar de su papel fundamental, muchos docentes se enfrentan a las crisis emocionales de sus estudiantes sin herramientas ni formación adecuada. En un sistema educativo que aún prioriza los logros académicos sobre el bienestar emocional, la salud mental continúa relegada a un segundo plano. Esa mirada debe cambiar con urgencia. Educar emocionalmente no es un lujo ni una moda pedagógica: es una necesidad. Cuando cuentan con el respaldo institucional y la preparación necesaria, los maestros pueden convertirse en verdaderos guardianes del bienestar de sus estudiantes, capaces de detectar alertas tempranas y ofrecer un primer refugio seguro ante el dolor que muchas veces pasa desapercibido.

La Ley 1616 de 2013, que reconoce la salud mental como un derecho fundamental, establece que las instituciones educativas deben promover el desarrollo emocional, identificar riesgos psicosociales y articularse con el sistema de salud. Sin embargo, su implementación ha sido desigual. En muchas regiones, los colegios no cuentan con psicólogos, ni protocolos de atención, ni rutas claras de derivación. Las alertas tempranas se pierden en la rutina o se malinterpretan como simple indisciplina.

En el hogar, la situación no es menos desafiante. Muchas familias enfrentan jornadas extensas de trabajo, dificultades económicas o conflictos constantes que afectan el bienestar emocional de todos sus miembros. En ese contexto, los adolescentes muchas veces se sienten solos, incomprendidos o invisibles. Es común escuchar a padres decir que sus hijos «no hablan», pero pocas veces se preguntan si el ambiente que han construido permite hablar, o si están realmente dispuestos a escuchar sin juzgar.

La comunidad también juega un papel clave. Entornos que promuevan la confianza, el respeto y la escucha pueden marcar una diferencia significativa. Los adolescentes necesitan sentirse parte de algo, contar con espacios donde puedan ser escuchados, y acceder a servicios de salud mental accesibles y cercanos. A pesar de los avances normativos, en muchas regiones del país, el acceso a atención psicológica sigue siendo limitado o inexistente.

Y mientras los sistemas avanzan con lentitud, el tiempo se agota para muchos. Cada historia como la del joven en Madrid es un llamado urgente a no esperar otra tragedia para hablar de salud mental. El sufrimiento emocional también puede ser letal, aunque no siempre deje marcas visibles. Ignorarlo, minimizarlo o aplazarlo es condenar al silencio a quienes más necesitan ser escuchados.

Es momento de actuar con decisión: desde el Estado, garantizando que cada institución educativa cuente con profesionales idóneos, programas de formación docente en salud mental y estrategias sostenidas de prevención. Desde las familias, generando entornos donde las emociones no se repriman, sino que se acojan. Y desde la escuela, entendiendo que formar no es solo enseñar, sino también cuidar, acompañar y abrir espacios donde los estudiantes puedan sentirse seguros para expresar lo que les duele.

Los adolescentes no están buscando respuestas perfectas. Están buscando adultos que los miren, los escuchen y los acompañen sin minimizar sus emociones. Que les digan, con hechos y no solo con palabras, que su vida importa. Que su dolor tiene sentido, y que no están solos.

Porque cada vida que se apaga por falta de atención emocional es una derrota colectiva. Y porque cuidar la salud mental no es solo un deber institucional: es un acto diario de humanidad.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

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