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Cuando cumplí quince años mi papá me dijo: “Hija, la vida de aquí en adelante se va demasiado rápido”. Parece mentira y, sin embargo, eso fue hace 19 años.
He sido tantas mujeres en este tiempo, me he perdido casi siempre buscándome, por caer en el error de que lo que me hace falta y lo que anhelo está fuera de mi alcance, es externo.
Hay mucha vida en casi dos décadas después de esa profecía. Muchas historias. Algunas que ni siquiera me cuento o de las que prefiero no acordarme.
Me veo tan lejos de esa adolescente ingenua y testaruda que cargaba con un dolor innombrable, pero lo ocultaba bajo un mal carácter. Un pésimo carácter. No obstante, sé que esa quinceañera vive en mí, y me observa y me pregunta: dónde dejaste todos esos sueños que te daban insomnio, qué pasó con tus ideas, unas tan disparatadas, otras tan firmes; dónde está eso en lo que creías y defendías, eso que alguna vez te sostuvo mientras tu vida alrededor se hacía pedazos. Hubo un momento de mi vida en el que creí y sentí con las vísceras que había que derrumbarlo todo para poder empezar a construir. Y así fue, así ha sido.
Mi respuesta a esas preguntas es la misma: lo único constante es el cambio. Por eso, a veces, me siento en la silla del escritorio frente al computador, y me parece que no tengo nada para decir porque quién me va a leer, a quién le va a importar. Y se me alborotan unas ganas desoladoras de renunciar a esta columna, de dejar que mis pensamientos se queden en su lugar de origen, que nadie me conozca, porque la desnudez que implica este oficio es soreprendente hasta para uno mismo. Y me cuesta, como dije en la columna pasada, me da un pudor aterrador volver a mis letras pues, en ellas, permanece la esencia de quien soy, mi historia jamás contada.
Pero no somos dueños de las palabras aunque hayamos construido estas oraciones y queden en una pantalla. Me entero de tanto que ocurre en el mundo, tanto que sucede en este mismo instante en el que escribo y no tengo nada para decir, nada qué opinar al respecto. Es que en estos diecinueve años también hay otra lección aprendida: juzgar y analizar quita mucho tiempo, demasiada energía, y casi siempre, para nada. No se resuelve nada. O como dice Amélie Nothomb en su genial libro Biografía del hambre: “No existen cosas demasiado hermosas: sólo existen percepciones cuyo apetito de belleza es mediocre”. A lo que le agrego: “No existen cosas demasiado terribles, somos simplemente seres humanos existiendo, improvisando y, algunos, con muy mala suerte”.
Hace muchos años me definí como existencialista y esta columna es para recordarme que aún lo soy. Para eso y para constatar que el tiempo corre, que los años sí pasan, que ya llegué a donde había soñado. ¿Y ahora qué? ¿Que hago con esto? ¿En quién se convierte uno cuando ya es más de lo que era? ¿Qué historia de vida me cuento cuando esa historia ya no duele, ya no pesa? ¿Dónde guardo esta desolación intermitente, qué hago con ella? Vuelvo a Nothomb, “la muerte contenida dentro de la vida asusta”. Es eso, es que cuando cumplí quince años la vida se veía lejana, pero ya está aquí, siempre ha estado. Y todo lo que hay en ella también.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/