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Murió Paul Auster. Fue el último día de abril, en la noche. Ya casi me iba a dormir cuando vi el mensaje en X: 10:49. Ya no me dormí: quería leer todo. Los perfiles, los fragmentos. Quería escucharlo en entrevistas, escribir de esa única vez que lo vi en una rueda de prensa virtual. Escribir del libro que más me gusta: 4321.
Estuve triste.
Luego, Siri Hustvedt, esposa de Paul Auster, escribió en Instagram: “Fui inocente, pero había imaginado que sería la persona que anunciaría la muerte de mi esposo. Murió en casa, en un cuarto que amó, la biblioteca, un cuarto con libros en cada pared de piso a techo, pero también con ventanas altas que dejaban entrar la luz. Murió junto a nosotros, su familia, el 30 de abril de 2024 a las 6:58 de la noche. Un poco después descubrí que antes de que sacaran su cuerpo de nuestra casa, las noticias de su muerte ya estaban circulando en los medios y los obituarios estaban publicados. Ni yo ni nuestra hija, Sophie; ni nuestro yerno, Spencer; ni mis hermanas, que Paul quiso como si fueran sus hermanas, y que presenciaron su muerte, tuvimos tiempo para sentir nuestra pérdida. Ninguno de nosotros pudimos llamar o enviar un correo a las personas cercanas antes de que la avalancha online empezara. Nos robaron esa dignidad. No sé la historia completa de cómo pasó, pero sé esto: está mal”.
Le di la razón. No tener ese tiempo para su dolor con los suyos, para contarlo a su manera, para sentir su tristeza. Era su esposo, más de cuarenta años juntos, y desde ese día su vida conocida cambiaba: empezaba el mundo sin él.
¿De quién es este muerto? ¿De ellos que lo quisieron, que lo tuvieron cerca, que lo abrazaron, o de quienes lo leímos?
Cuando leí 4321 me enamoré. Pasé meses hablando de ese libro, de lo que sentí. Todavía. Si alguien pregunta mi libro favorito lo traigo casi siempre de primero. Creo en las vidas paralelas y esa novela es sobre las vidas paralelas de un mismo personaje. Paul Auster reivindicaba la creencia. Cuando el personaje falleció en una de esas vidas lloré por días: la página que sigue está vacía y duele porque físicamente se siente el vacío. Recuerdo el fueputa que solté.
El 30 de abril, a las 10:49 de la noche, hora en que para mí se murió Paul Auster, volví a sentir ese fueputa: vi la página en blanco. Desde hoy no está más Paul Auster. Se acabó, no hay más. Ni una letra. No respira más en esta tierra. No hay cuerpo. No habrá más libros.
Dolió.
Pero es un dolor distinto.
Siri además dijo: “Que no se nos olvide que detrás de las invenciones técnicas y las redes sociales hay seres humanos, que sus fallas nos pertenecen… Una máquina no les contó a los medios de la muerte de Paul antes que mi hija o yo dijéramos algo. Una persona lo hizo”.
Me dolió la muerte de Paul Auster, pero no es comparable. Podría haberme enterado al otro día y nada pasaba.
¿Era mi muerto? También, un poco, pero no va a cambiar el mundo porque el abrazo al que estamos acostumbrados sus lectores va a seguir siendo de la misma forma: a través de los libros. Lo distinto es que no habrá uno nuevo, pero Paul Auster nos dejó más de treinta entre novelas, poemas, ensayos y cuentos. Podría bastarnos.
El dolor es de Siri. El muerto es suyo. Ella es la que va a levantarse con el lado de la cama vacío y quien no volverá a verlo en la biblioteca. Su voz se va a ir perdiendo en la memoria y la imagen va a parecerse cada vez más al de la foto. No podrá tocarlo más. Son días tristes y dolorosos. La muerte en pleno, agujereando.
Los demás, lo leemos y ya está. Pero tiene razón ella cuando pregunta por su dolor, porque tiene que ver sobre todo con los límites que se pierden, especialmente con las redes sociales o con el afán de informar o de ser el primero en contar. Recuerdo la muerte de Darío Gómez: trabajaba en un periódico e hicimos notas por dos semanas seguidas porque eran las más leídas. Estábamos cansados, todos, pero las lecturas no bajaban. El jefe pedía más. Se pierde el sentido de humanidad, y también el periodístico, cualquier cosa sirve. Se nos olvida el dolor del otro. Importan los clics, que suban las páginas vistas. Decir que lo leímos, disimular.
Es imposible que la muerte de alguien como Paul Auster pase desapercibida. Van doce días y todavía hablamos de él, todavía aparecen notas sobre sus libros, sus mejores frases, sus mejores entrevistas –me leí una conversación maravillosa entre él y Lou Reed–. Y por supuesto que toda esa avalancha hace que queramos leerlo y que nos acompañemos en esa tristeza lectora de perder a un escritor. También necesitamos el duelo lector.
Pero es importante reflexionar, hacer una pausa: ¿y si fuera nuestro muerto cómo quisiéramos que los otros se enteraran? ¿Por qué tanto afán –en general–?
Lo que nos faltan son límites. Lo que dice Siri podría copiarse y pegarse a otras muertes de famosos, pero también a otras historias en redes sociales: la viralidad no mide quién o qué. Las redes y el afán de informar nos envuelven y nos hacen olvidar lo importante: el ser humano que hay detrás. Si a alguien le está doliendo.
Siri dice en su post que la escritura de Paul Auster hacía preguntas que iban más allá del aquí y del ahora. Y pone ejemplos para la reflexión: “¿Qué significa estar vivo? ¿Qué es un acto moral? ¿Cómo hace la gente para seguir después de la terrible pérdida de un ser amado?”. Y termina: “Esa es una excelente pregunta. ¿Cómo podemos?”.
¿Cómo podemos? Gracias, querido Paul Auster por tantas historias.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/monica-quintero/