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El 2021 puedo contarlo en cuatro duelos: cuatro muertes de seres queridos en menos de veinticuatro días. Ese año conté una tragedia y treinta crisis de pánico. Conté, además, ocho kilos que trajo el duelo.
El 2022 puedo medirlo en nueve nuevos tatuajes. Cada tatuaje representa para mí un intento de plasmar el tiempo habitado ese año previo: el tiempo en el que la trascendencia, la pérdida, y la luz no fueron mis constantes, pero sí mis anhelos. En el 2022 conté otros dos duelos: un suicidio y un desamor. También desconté los kilos que antes había contado.
En el 2019 conté dos duelos: la agonía de mi abuelo, y la muerte quien había habitado conmigo una misma casa. El 2019 pensé que pararía de contar según mis muertos.
El 2020, por su parte, lo conté (como muchos lo harían) en un solo duelo: el de la enfermedad colectiva que es el miedo.
Contar los duelos ha sido la forma de ser consciente del tiempo que ha pasado. Y contar ese tiempo me ha servido para ser capaz de suspenderme en el camino, de optar por la falta de movimiento.
En diciembre de 2021, cuando mi cuerpo y mi mente habían llegado al límite del agotamiento del duelo, llegué a Nueve Noches para la Navidad de Carolina Sanín: poesía que nunca se agota y un libro al que siempre volveré.
La segunda noche, ese 17 de diciembre, leí –y releí– lo siguiente:
“Una puede hacerse nueva.
(…)
Ser nuevo es saludar: recibir la salud, repartir la salud, significar la salud.
(…)
En María –una virgen de Nazaret– iba a formarse un dios: el hombre que nacería cada año en todas partes para que fuera posible que cualquier otro (tú, yo, el enemigo) pudiera renovarse; es decir, perdonarse; es decir, embellecerse; es decir, salvarse; es decir, durar; es decir, estar recién nacido, como un dios”.
En esa lectura tomé la decisión de hacerme nueva: cada día, cada mes, cada año. Por supuesto que la decisión no bastó: el pánico, el no-pensamiento, y el aturdimiento seguían haciendo de mi vida una ausencia de vida. Estar suspendida por la falta de movimiento hacía que el hueco, hondo por lo que ya había calado, se sintiera sin fondo.
Pero más allá de esa sensación de estar nublada, tenía esas palabras que representaban el medio para renacer y perdonarme. Esas palabras se convirtieron en mi propio fondo.
Entregarme al fondo como el desenlace –que es la meditación–, y hacer del desenlace algo propio –que es la oración– fueron el camino para pasar de año, para encontrar la forma: la forma de darle vida a mi vida y movimiento a mi intelecto.
Poco hablamos del impacto cognitivo que tiene el duelo, que es un aturdimiento constante y la imposibilidad de movernos a través de nuestro razonamiento. Hacerme nueva fue la apuesta por recuperar mi pensamiento, por ser capaz de nombrar y trazar en mí (como en tatuajes) lo que he vivido.
Puedo seguir contando los duelos que he vivido, pero ahora mis años los cuento en las veces que me desprendo para hacer de mi vida el camino, que es la meta y es la espera. El camino solo se construye entregándonos a lo impredecible que es el ahora.
Esta columna había querido escribirla antes, pero solo ahora he podido desprenderme del contenido que me habitaba.
Hoy me siento feliz.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valentina-arango/