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Acá ganas no hacen falta. En Colombia hay un sector de gente que se levanta todos los días a lo que, en los almuerzos, en los descansos, o en el trancón pa’ la casa llamarán “construir país”. Construir bienestar, tranquilidad, paz, estómagos llenos, educación y hasta felicidad. Buscarán las formas cómo: armando foros, entregando refrigerios, empleando gente desamparada, luchando desde las orillas de la ideología, construyendo alcantarillados, arborizando vías, cantando canciones, dibujando grafitis, recogiendo pistolas, regalando libros, abrazando niños, adoptando perros, poniendo ladrillos o plantando árboles. Eso sí, ninguno tiene la razón absoluta. Ninguna causa ni persona opera en niveles más altos de moralidad, ese concepto invisible.
¿Cómo vamos a decir que luchar por crear una sociedad que incluyente con las mujeres va por encima del cuidado de nuestra diversidad y el medio ambiente? Y se me pueden emputar por decir esto, pero decir que imponer la paz en el territorio debería ser el enfoque de nuestros cincuenta millones de almas en vez de construir un sistema de salud equitativo o suficientes colegios para todos los niños, me parece una barbaridad. Ojo, no que una esté encima de la otra; pero ese es el problema: adoramos la verticalidad. Veneramos la palabra “más” y “mejor” y nunca estaremos satisfechos hasta que alguien por fin clasifique “Las 10 mejores películas de los 90s”, o hasta que por fin sepamos cuáles son “Las 10 causas sociales más importantes para Colombia”.
Y no solo son los temas, pero ningún ser humano es el autor de la construcción de nuestra tierra. De nuestro país. Ni Bolívar, ni Santander, ni Petro, ni Uribe. Los países no tienen autores. Esa felicidad, esa tranquilidad, esos corazones y estómagos llenos no provienen de un mesías. Alcanzar ese sentimiento es un problema multimodal, complejo y distinto para todos nosotros. Entonces, aunque ganas no falten, nunca podremos regalarles a todos, es más ni a muchos, un sentimiento de tranquilidad verdadera. Mucho menos, una tranquilidad que se parezca a la que nosotros queremos impulsar.
Philip Schlaffer nació en Hamburgo a finales de los 70s. En su casa, siempre tranquila y de amplios recursos nunca faltó amor. A los 11 años, por temas de trabajo, su familia decidió moverse a un pequeño pueblo en Inglaterra. Sin saber hablar inglés, y rodeado de la rabia británica por los dolores de la segunda guerra, sus compañeros se burlaban de él con apodos racistas y abusos físicos. Cuando volvió a Alemania a los 15 años, Philip cargaba una rabia por la existencia profunda que le robaba cualquier cosa parecida a la tranquilidad.
Un día se juntó con un grupo de amigos y fueron a un concierto del rock neonazi que se cantaba en los antros ocultos en las afueras de la ciudades siempre escondidos de la ley. Los gritos, el odio, la armonía de la audiencia le regalaron la tranquilidad que él buscaba. Le regaló el sentimiento de armonía de hacer parte de algo. Aunque eso fuera ser parte de lo que llamaban una raza superior. Pero era un grupo que lo apreciaba por ser él. No se demoró para tatuarse una suástica en la mitad de su pecho, colgar la bandera del tercer Reich en su cuarto, y estar involucrado en un asesinato por defender a lo que él llamaba meine Jungs (mis chicos).
Philip encontró su tranquilidad en la comunidad equivocada. Equivocada, eso sí para nosotros. Para él, cegado por el odio, no podía existir una comunidad más correcta, comprensiva y víctima del mal de los otros que la suya. Fue una brújula moral que se decidió despertar con un asesinato en las manos de seine jungs que lo ayudó a desradicalizarse, encontrando un tipo de paz distinta.
La historia de Philip, para mí, es algo que ayuda a ilustrar que quizás lo peor que podemos hacer las personas que nos levantamos a construir país es jurarnos a nosotros mismos, que nuestra causa será la que por fin arregle una vida entera, una comunidad entera, una ciudad o un país enteros. Ojo, no debería desmotivarnos, pero como nunca seremos jamás los autores del bienestar completo de un país, tampoco lo vamos a ser de una sola persona. Somos demasiado complejos, cargamos demasiado equipaje y vivimos demasiado sin entenderlo como para pretender que podremos arreglar vidas enteras. Ahora, imagínense juntar millones de esas complejidades.
Hay representantes de este espíritu, sí. Hay figuras que pueden mover a millones con la esperanza de movernos, pasito a pasito, hacia esa felicidad. Pero quizás esto es un manifesto al rechazo de caudillos de todo tipo. Sean ideas o sean personas, sean movimientos o sean programas. Es algo que ojalá sea obvio para la mayoría, pero quizás a veces la ambición nos hace olvidar esto. Y este gradualismo tranquilo, aplica también para el ordenamiento metafísico de las causas. Como en una orquesta sinfónica, no hay una jerarquía entre sus instrumentos, y probablemente sus músicos no hayan llegado a la tuba, el trombón o el violín porque se creen que son el más importante de la banda, las causas, sus activistas y promulgadores, deberían entender que este mundo social no es muy distinto a la orquesta.
Entonces a los que queremos construir país, sigamos poniendo nuestros ladrillos. O por lo menos tratando. Recordemos que pretender salvar vidas es casi imposible, porque cada una se salva de maneras demasiado distintas, hasta equivocadas. Enfoquémonos más en apilar nuestros ladrillos o en mejorar los ya puestos, en vez de reemplazarlos o derrumbarlos. Y entendamos que una casa nunca será sin puerta, techo, muros, piso y ventanas, y solo podemos atrever a enfocarnos en lo que podemos aportar.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/