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Una pregunta me acompaña desde el domingo pasado: ¿cuánto combustible se gastó la producción de Top Gun Maverick en la filmación de la película? No he encontrado la respuesta, pero me enteré de que la hora de vuelo en los aviones militares costó alrededor de once mil dólares y que la grabación de las escenas aéreas se hizo desde tres aviones adicionales equipados con cámaras exteriores. No disfruté la película. Pensé todo el tiempo en las consecuencias de nuestro culto al petróleo y a la guerra: en que las historias que contamos y los héroes que ellas enaltecen son nuestra ruina.
El hombre que no se permite una lágrima ante la muerte de su amigo. Los extranjeros representados como autómatas sin rostro. Las mujeres que no envejecen y que solo pueden ser fuertes en su reino doméstico. El combustible que impulsa al avión de combate para llegar más rápido y más lejos: para ganar.
“Es una película light. Para no pensar”. Hace mucho no me sentía tan engañada. Atrapada en la mitad de la sala de cine llena mi único consuelo era la posibilidad de escuchar Take My Breath Away al mismo volúmen que el estallido de los motores de combustión. No pasó. La puse en el carro de regreso a casa mientras emitía partículas contaminantes por la ciudad. Yo también soy un personaje del drama de nuestra extinción.
¿Debería esperar que la secuela de una historia que recogió la estética y los valores de la década de consagración del modelo neoliberal responda a las condiciones de la década en que asumimos lo irreversible de sus consecuencias? Esa es otra pregunta que no he podido responder.
¿Qué nos debemos unos a otros en un momento como el que vivimos? Por lo menos el tiempo y el silencio para pensar qué nos ha traído hasta aquí.