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Una canción de Macaco. Un encuentro fortuito. Convergencia.
Infinitas veces me he cuestionado si eso de las coincidencias en realidad existe. Siempre me he considerado fiel creyente de que ‘todo pasa’, y el ‘… por algo’ es invento nuestro.
Me gusta usar la palabra ‘coincidencia’ porque romantiza esa mundana incidencia de dos personas en el tejido del tiempo. Lo convierte en un acto del destino, donde sus vidas se entrelazan en un hermoso y efímero encuentro.
Malcolm Gladwell, en su libro ‘Fuera de serie’ (Outliers), señala que «los fuera de serie son los afortunados que están en el lugar correcto en el momento adecuado cuando las coincidencias excepcionales ocurren». No pude evitar sentirme identificada al leerlo. Me siento inmensamente afortunada por cada persona que ha cruzado mi camino. Siempre les he conferido cierta trascendencia y propósito, incluso a los encuentros más casuales.
¿Seré, entonces, fuera de serie? Si cada paso que doy inevitablemente me guía en la dirección correcta (aunque no crea en tal cosa), si construyo mi camino mientras avanzo y dejo huellas que, al caminar, forjan senderos, ¿cómo no podría sentirme afortunada por las coincidencias que se cruzan en mi camino?
Sin embargo, me invade el paladar un sinsabor, un agridulce imborrable. Por más que cada coincidencia de mi vida (en temas de calidad humana) haya sido sobresaliente, en temas de tiempo, de ‘universal timing’, de ‘right place, right time’ desconozco el sentimiento.
El día que mi padre murió, solo, en su cuarto de UCI, con su única compañía siendo una enfermera externa, les aseguro que no coincidí en lo absoluto. No coincidí cuando me negaron la entrada a la sala y en vez de pelear, me quedé en casa, pensando en intentar de nuevo el día después. Murió esa noche.
No coincidí el último Año Nuevo que compartimos, donde él, aunque aparentaba salud intacta, me confirmaba de alguna forma eso que yo llevaba negándome por tanto tiempo. En mi oído retumbaba la cacofónica frase “va a morir”.
Sin saberlo, lo sabía.
Sin querer creerlo, anotaba cada cosa que me decía, como escribiendo un memoir. Yo no sabía, pero sabía que esa sería nuestra última conversación cara a cara. Todavía tengo las notas de lo que hablamos. Todavía recuerdo la rapidez y la angustia con la que escribía, temiendo que la torpeza de mis dedos fuese a saltar detalles importantes. Sentía que al fallar en redactar cualquier frase, cualquier comentario, exitosamente le robaba vida.
A través de mi memoria perduraría en el tiempo. A través de mis anotaciones sobreviviría su esencia.
No pudimos coincidir en vida, pero quizás eso significa que coincidiremos todos los días desde su muerte. De la muerte no se escapará ya. De mí, tampoco.
No coincidimos en sus últimos momentos, pero él sí en los míos; en todos los que han ocurrido desde su partida, en todos los que serán.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/penelope-ashe/