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En la esquina de una escuela de Cartagena, yace una pared maltrecha, roída por el tiempo y por la espátula de quienes de forma deliberada intentaron arrancar las letras de uno de los poemas del “poeta maldito” del caribe colombiano. Me refiero a Raúl Gómez Jattin, quien, con sandalias, mochila y su mirada perdida aparece en un mural de dos metros de altura.

Mi sorpresa fue mayor al leer el siguiente poema en la pared:

Si quisieras oír lo que me digo en la almohada
el rubor de tu rostro sería la recompensa
Son palabras tan íntimas como mi propia carne
que padece el dolor de tu implacable recuerdo

Te cuento ¿Sí? ¿No te vengarás un día? Me digo:
Besaría esa boca lentamente hasta volverla roja
Y en tu sexo el milagro de una mano que baja
en el momento más inesperado y como por azar
lo toca con ese fervor que inspira lo sagrado

No soy malvado trato de enamorarte
Intento ser sincero con lo enfermo que estoy
y entrar en el maleficio de tu cuerpo
como un río que teme al mar pero siempre muere en él.

¿Quién fue el osado maestro que lidero tal empresa de plasmar al poeta del valle del Sinú?

En mis años de caminar por las escuelas de Colombia, no me había encontrado con un hallazgo tan afortunado. Emocionado, consulté con los maestros sobre la obra del autor y, en particular por las razones de la mutilación de algunos fragmentos del poema. Una docente me contó que dicho mural no fue bien recibido por un grupo de docentes y algunos padres de familia. Que contrario a lo que se cree, eso no “es literatura”, y que en una institución que cree en la Virgen María, no se puede ver con buenos ojos las obscenidades de un “loco”.

Las palabras de la maestra terminaron siendo un bálsamo, porque es allí, en la incomodidad que provoca la obra existencial y sin tapujos de Jattin donde cobra sentido. Así lo escribió el autor de forma sarcástica: “Los poetas, amor mío, son para leerlos. Más no hagas caso a lo que hagan en sus vidas”.

La poesía cumple la función de ampliar la perspectiva del mundo y como profesor lo celebro. No obstante, es preocupante escuchar los argumentos que reducen a la escuela a una creencia, aunque esta se sustente en la figura de la Virgen María. Vale la pena recordar los artículos 67 y 68 de la Constitución Política de 1991: “la educación como un servicio público tiene una función social y busca el acceso al conocimiento, a la ciencia, a la técnica y a los demás bienes y valores de la cultura (…) en los establecimientos del Estado ninguna persona podrá ser obligada a recibir educación religiosa”.

No es claro quién fue el maestro que inmortalizó a Gómez Jattin en la escuela, se sospecha que ya se jubiló y, como acto de despedida, hizo esta intervención. Sin doliente, la pared se convirtió en un lugar vedado, prohibido, maldito, que está a la vista, pero no se ve. Nada más coherente con la vida del poeta, llamado por muchos de su generación: “el Rimbaud de Cereté”.

Si se presta la suficiente atención, se podrá evidenciar a curiosos transeúntes, estudiantes o maestros, completar el texto cercenado del mural. Después de descifrado el mensaje, los lectores podrán estar más convencidos de las siguientes opciones: arrancar de raíz la pared o revindicar la irreverencia como forma de expresión frente a la excesiva cordura impuesta por la escuela.

Raúl Gómez Jattin no fue ningún pintado en la pared. Vivió sin la pretensión de sobresalir como una “estrella literaria”; su propósito, hasta el día de su trágica muerte, fue escribir y habitar la libertad que solo la marginalidad ofrece. En palabras del poeta: “Gracias, señor, por hacerme débil, loco, infantil. Gracias por estas cárceles que me liberan”. Frente a la pared maltrecha de esta historia, yacen una serie de palos de mangos cargados de frutos verdes y amarillos que perfuman con su aroma la escuela. Al parecer, el maestro que diseñó el mural tenía la certeza que tanto los árboles como el poeta compartirían por siempre “el corazón de mango”.

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