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Juana Botero

Cartas de viaje: vivir en la Plaza Mayor

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Las plazas han sido siempre espacios de encuentro para la gente de un pueblo. Son lugares de compras de víveres, mercados de artesanías y centros de ritos religiosos que convocan la dimensión espiritual de las personas. Han sido lugares de protesta social y de manifestación política, siendo ocupadas por quienes tienen el poder y por quienes se levantan contra él. En sus espacios cuadrados, rectangulares o redondos en medio de las ciudades, se han armado hogueras para quemar brujas y se han desatado manifestaciones para protestar contra ellas. Han sido testigos de todo tipo de celebraciones y son punto de encuentro entre amigos, familias y desconocidos, para salir de un lugar común hacia un destino acordado.  

Hoy vivo en la plaza central de este pueblo grande. Mi balcón me permite asomarme a presenciar diariamente en qué será convertido este escenario cambiante. Me ha parecido fascinante ver pasar la vida por una ventana, me hace parte del lugar, pero también me da la mirada del espectador ausente. Es hermoso no saber cada día cómo será tomada la plaza. Si será un escenario político; lugar de paso a caballo de la Guardia Real; suelo donde los artistas callejeros ponen sus altavoces para tocar bandoneón; punto de llegada de los aficionados de algún equipo de futbol; pasarela de los desenfrenados amigos en despedidas de solteros; corredor de los novios para entrar y salir de la notaría; o si transcurrirá un día más o menos normal en el que pasan miles de personas de todas las nacionalidades imaginables. Por eso, sin importar la fecha, cada día es todo menos trivial.

Vivir en la plaza significa estar en el centro donde todo pasa, pero nada existe realmente. Nadie se queda en ese cuadrilátero por demasiado tiempo; lo cruzan, lo observan, manifiestan, se casan, bailan, comen y se van. Nos deleitan a los que miramos por los balcones envejecidos desde donde podemos ser testigos de miles de momentos fugaces pero únicos. Y no es que esto no pase en cada esquina de una ciudad, sino que en esta, particularmente, hay un encuentro que toma algo más de tiempo y que es tránsito y destino. Son rincones que contienen simbolismo, belleza e historia, y eso los hace especiales.

Esta plaza es además una sobreviviente, ha logrado existir a pesar de varios incendios, bombas, guerras y disputas. Además, fue una laguna antes de estar cubierta por asfalto y convertirse en el proyecto urbanístico de tres reyes españoles, empezando por Felipe II. Su historia puede resumir la de un país; esa es su belleza. Pero, además, hoy en sus 12.000 metros cuadrados, contiene el sentido de la palabra diversidad, migración, turismo, vino, arte, política, tradición y modernidad.

Me ha hecho reflexionar sobre la importancia del espacio público, de los lugares en los que todos somos iguales y en la necesidad de tener centros de manifestación pública que puedan conjugarse con el arte, la comida y la celebración de las festividades diversas. Es bello ver cómo estos lugares logran la muy buscada convivencia cívica o la paz cotidiana, esa que se trata de encontrar, con complejas reflexiones y que es posible, como lo decía algún día Mauricio García Villegas, que ella se encuentre en lugares más simples. Puede ser que para que nos encontremos en las diferencias y podamos construir juntos, solo baste más roce social en espacios públicos (plazas, buses, parques, escuelas y universidades), que teniendo el carácter de publicas y siendo lugares democráticos para existir, logran eliminar la sospecha que tenemos del otro, porque solo vernos en esos mágicos portales consigue que nos miremos a la cara sin temores, entendiendo que, si en esos metros cuadrados cabemos todos, lo podemos hacer en un planeta más amplio y que tener los ojos más rasgados, la piel más oscura, los trajes más brillantes o llevar a cuestas ideas distintas, no nos impide el encuentro en un mismo lugar sin que medie el conflicto.

En lo público siempre debería ser posible pertenecer, porque si esa no es la vocación de lo que se construye para todos, entonces no se cumple con el objetivo y la promesa de ciudades diversas. Esta plaza es la manifestación y la prueba de que esta parte del mundo recibe a todo el que quiera pasar por ella, transeúntes y locales.

Hay algunas ciudades que no reciben así a la gente, que no han puesto valor en lo público y que por eso se vuelven excluyentes. Ciudades que no tienen plazas para todos, en las que no hay espacios donde se crucen todos las condiciones económicas, sociales y políticas. Hay ciudades que no han puesto en el centro sus monumentos históricos que les recuerden el pasar del tiempo, para no repetir los errores del pasado y conservar lo que ha sido cimiento.

Hay ciudades sin memoria donde a causa del no encuentro de las personas en el espacio público, se sospecha del distinto y se padece de crisis de confianza. Y por más voluntades que se pongan en hacer experimentos sociales para confiar más en los demás o se hagan titánicos esfuerzos por comunicar lo confiables que son los distintos grupos sociales, si no hay lugares de encuentro más cotidiano, no hay vínculos que nos unan para construir juntos.

Todos los pueblos tienen su plaza, todas las ciudades su centro, todas las veredas su cancha central. Estos lugares hay que resignificarlos, llenarlos de sentido y habitarlos, tanto para el disfrute de ellos como para la observación del movimiento y la diversidad de una ciudad. Es relevante que los ciudadanos usemos las ciudades, que no privilegiemos el uso de lo privado, y que los administradores de ellas inviten a su tránsito, porque eso es crear ciudadanía. No se habita una ciudad cuando no usamos sus calles y espacios o cuando solo los usamos como carreteras para transitar de un espacio privado a otro. Hay que exponerse en la plaza, rozarse con los demás para que haya esa verdadera convivencia anhelada.  

Desde mi balcón veo que eso es posible. Al fin y al cabo: “…yo soy nosotros”

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