¡Cállate!

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Abro la boca en un movimiento instintivo para hablar.

No pensamos mucho en todo el esfuerzo que tenemos que hacer para que el sonido salga de nuestra garganta. No pensamos en los músculos que se contraen y se relajan, ni en el desplazamiento de las cuerdas vocales; tampoco somos conscientes del aire que entra y sale de nuestro aparato respiratorio, ni de dónde debemos o no posicionar la lengua para que se produzcan ciertos sonidos. Los que tenemos la maravillosa oportunidad de hablar, lo hacemos de manera natural, lo aprendemos pequeños, de manera espontánea.

No sale el sonido que yo esperaba, me esfuerzo. Me hago consciente de lo que antes no era necesario. Intento hacer fuerza con la garganta, respirar más profundo, suavizar la voz, busco de manera desesperada mover cosas que no sé si tengo dentro de mí, para que la voz pueda salir. No sale.

Este año me he pasado semanas enteras sin voz. Sin que ningún sonido medianamente entendible pueda salir de mí.

Por supuesto, las primeras veces pensé que eran unas gripas muy fuertes y me llené de medicamentos y de bebidas de jengibre. La voz se recuperaba pero, una semana después, desaparecía nuevamente. Sin ningún síntoma de otra enfermedad, nuevamente mi voz escapaba, como quien huye de sus problemas, se escondía en mí, no se dejaba encontrar. 

Empecé a preocuparme. No podían ser gripas, sin duda tenía que haber algo más.

A la preocupación médica se le sumó el desgaste emocional. Mi voz es todo para mí. Mi trabajo es hablar. Me cuesta imaginarme la vida sin poder expresar desde mi propia boca lo que pienso, lo que siento. Soy buena conversadora, me gusta hablar delante de la gente. Además, soy profesora; mi voz es también mi herramienta de trabajo.

Los médicos encontraron cosas, claro, algo tenía que haber. Medicinas, terapias y hasta una cirugía. Me sometí a todo lo necesario para recuperar mi preciada voz, para no volver a levantarme completamente muda, para no tener que volver a callar de manera involuntaria. Y aunque sabía que el remedio no era de efecto inmediato, tampoco fue tan útil como yo esperaba.

La voz se sigue yendo.

Mi acostumbrada racionalidad sucumbió hacía un comentario de un tercero: “te estás callando tantas cosas que hasta tu cuerpo lo entendió”.

Que yo me estaba callando cosas de manera voluntaria fue lo que me dijo ¿Yo? ¡Si yo me ufano de decir todo lo que pienso!… Sí, yo. Quizás tenía razón, pensé. Y en un ejercicio de introspección me devolví en los últimos meses, desde que mi voz decidió hacer períodos de huelga.

Y me encontré a mí misma, la valiente, la segura, la resuelta, doblegada hacía emociones que no he dejado salir. Me vi vulnerable frente a un entorno hostil, agarrándome con todas mis fuerzas a él solo por demostrar que nada puede conmigo. Me identifiqué callada en espacios donde debí haber manifestado mi inconformidad, tragando entero por no desentonar, por agradar.

Todavía, a veces, me veo ahí y no me reconozco.

Me he callado voluntariamente como me lo dijo ese tercero, algo que para mí era impensable. Mi cuerpo solo estaba siguiendo mis órdenes. ¡Cállate, que aquí no tienes nada que decir!

Y aquí estoy, escribiendo estas palabras, buscando que sean el inicio del fin. Recordando mi vulnerabilidad, mis inseguridades, exponiéndolas. Decidida a no callar más, a recuperar mi gran voz, a abrazarla y hacer las paces con ella.

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