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Catalina Franco R.

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«En estos días la belleza del mundo natural tiene un efecto tan hondo como la belleza de la música: es inexplicable y milagrosa, porque surge en medio del desastre; da consuelo y al mismo tiempo tristeza, porque existe al margen del dolor humano»

 Volver a dónde. Antonio Muñoz Molina.

La calle convertida en río deja a su paso un escenario de guerra. Lodo, carros aplastados, colchones cubiertos de marrón entrapados y apilados en ese exterior feroz, tablas, cables, escobas, casas venidas al piso, animales sucios sin rumbo, gente cubierta de pantano con el agua a la rodilla recogiendo impávida los restos de lo que le daba forma a su hogar, los estragos que hizo el agua de noche, empoderada por los desafíos permanentes de esta especie terca y enferma que se empeña en producir para morir.

Eso me desperté a ver el sábado, desde mi casa seca y segura: imágenes de la destrucción de los demás, en una misma región pero desde la lejanía que dan las circunstancias. Yo desayuno; ellos recogen los pedazos de su vida en el vacío que surge cuando se intenta imaginar un futuro en el que es casi imposible creer. “Mira los muebles, los armarios con la ropita reventados y tirados en la calle, lo que han ahorrado y construido durante años…”, me decía mi esposo, y yo no podía ni tragar.

Hablaba el escritor David Trueba sobre la precipitación de los lutos en nuestro tiempo: “Ahora, incluso el miedo al agujero negro recomienda retomar la actividad al día siguiente de la tragedia. Un poco al modo en que nuestra barbarie laboral exige a una madre reincorporarse a la oficina dos días después de perder a un hijo. Por extensión hemos desplazado el luto íntimo a una esfera insensible, como si la tristeza fuera una enfermedad.”

Y yo pensaba en estas personas enfrentadas a la ferocidad de la existencia, a explicarle a alguien que desayuna por qué no han llegado a trabajar, sabiendo que, si acaso, ese trabajo es lo único que les puede devolver un techo. Imaginarse uno llamando a decir “es que no he llegado porque la lluvia, la quebrada, se me llevó la casa, y estoy con el agua hasta el cuello, no tengo nada, pero yo llego”, para que al otro lado del teléfono nadie entienda nada. Porque es imposible entender la barbarie cuando no se vive en carne propia.

Pensaba en la pérdida. En la señora a la que intentaban sacar de un carro que se hundía en las inundaciones en Estados Unidos, pero que se reusaba a salir y gritaba que buscaran a su perro. En la mujer ucraniana de 92 años, sobreviviente de la II Guerra Mundial e ingeniera aeroespacial, que lleva seis meses viviendo en un sótano, dejando atrás su jardín, la luz, aceleradamente el movimiento de su cuerpo y su memoria, así como los últimos años de una vida otra vez atravesada por el terror.

Qué va uno a saber todo lo que pierde otro ni lo que eso le significa. Me conmovió hasta las lágrimas la forma en la que, al final de Todo cuanto amé, de Siri Hustvedt, después de relatar la historia de su vida, Leo listaba todo lo que había perdido: “Matthew, Erica, mis ojos.” Su hijo, su esposa, su vista. Y procedía a describir cómo igual había tenido que continuar.

Perdemos un montón de cosas. La vida es una pérdida constante, incluso del propio pasado, que se desvanece en ese mar caprichoso y poco confiable que es la memoria. Decía la escritora croata Dubravka Ugrešić en El museo de la rendición incondicional citando a un refugiado bosnio que “Los refugiados se dividen en dos clases: aquellos con fotografías y aquellos sin fotografías.” Uno es lo que lleva dentro pero también aquello que le permite recordar para sentir y aferrarse.

Escribía Juan Arias, periodista español asentado en Brasil, sobre cómo ese país diverso, caluroso y festivo en donde “es muy difícil sentirse solo o extranjero” y del cual un colega suyo le dijo al regresar a Madrid que le había dado “la alegría de vivir”, venía dejándose arrastrar por el odio y la polarización. Dice que ahora está despertando, batallando para no dejarse arrebatar la esperanza: “Es el Brasil que forcejea para disipar las tinieblas a las que le está arrastrando una política fascista que corroe la cultura, cambia los libros por las armas y cierra las bibliotecas para crear clubes para entrenarse a usar las armas”.

Que podamos sentir tristeza con libertad y tiempo. Que nada nos arrebate aquello que equilibra nuestras pérdidas. En un mundo tan incierto y violento, lleno de lutos precipitados, nos sostienen nuestra historia particular y alguna esperanza de futuro. Por eso hay que aferrarse a lo que teje esa esperanza y convertirlo en una lucha común. Estamos acostumbrados a perder pero también, tal vez por eso mismo, hechos para seguir buscando por qué vivir.

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