Escuchar artículo
|
«Qué necesaria la filosofía en este tiempo, qué serenidad es haber tenido esas brújulas formativas para entender este mar de ética en tormenta.»
Lola Pons Rodríguez.
En estos tiempos necesitados de filosofía, de preguntas sobre lo esencial que nos sirvan de guía, una imagen del fotógrafo Emilio Morenatti muestra a un bombero ucraniano recuperando libros de una montaña de escombros que quedó tras el bombardeo ruso de un edificio. Se ven pequeños, el hombre y los libros, frente a esa acumulación de destrucción.
También, con motivo del Día de la Tierra, The Associated Press divulga fotografías con escenas como la de una mujer que vende vegetales en medio de un terreno inundado de desechos en descomposición en Haití, y la de unos elefantes que buscan comida en un vertedero en Sri Lanka —casi se confunden con la enorme mancha gris que irrumpe en el verde del campo—, detallando además que veinte elefantes han muerto en los últimos años por consumo de plástico en este lugar.
Son tiempos de basura, de existencias desechables más preocupadas por el empaque que por el contenido, por las arrugas que por la filosofía, que no es sino la pregunta por la razón de ser. Vivimos en una época en la que se pelan mandarinas para venderlas en bandejitas de icopor cubiertas de plástico y en la que se talan y se queman bosques de forma indiscriminada para abrirle paso a una producción que no entiende nada sobre la vida, pues cambia todo aquello que signifique dinero por el aire, el agua, por la posibilidad de vivir.
Decía Manuel Vicent hace poco en una columna “…que la vida era un juego al que había sido invitado por el azar que consistía en que el Sol salía todos los días, que el viento llevaba de un lugar a otro las semillas, que los árboles y las plantas crecían y en medio de la gloria de las flores los insectos bullían y los pájaros cantaban y el mar echaba los dados de este juego con cada oleaje, de modo que el tiempo se iba y volvía.”
Así que la vida es eso. Y sin eso no va más. Vemos montañas de basura en fotografías, imágenes satelitales de las impresionantes islas de residuos en el mar, y nos duele a la mayoría —tiene que haber una piel demasiado gruesa para que no perturbe así sea un poco—, pero nos desentendemos muy fácilmente, lo olvidamos, como casi todo lo demás.
La comodidad se nos da muy bien: quedarnos en la periferia, no ir a la ética para preguntarnos lo fundamental, excusarnos en lo general para no ahondar en lo particular, que es desde donde podemos actuar. Dale una mirada a tu hogar: ¿cuánta basura produces y qué tanto la separas?, ¿cuántos juguetes les compras a tus hijos y con cuánta frecuencia remplazas su —o tu— ropa?, ¿botas comida porque pides de más o porque la dejas dañar en la nevera? Analiza lo que desechas porque no solo destruye la belleza del mundo —y la posibilidad de un futuro—, sino que termina despojando tu existencia.
La semana pasada descubrimos un nidito de tórtola con dos huevos maravillosamente pequeños entre las plantas sembradas al exterior de la ventana. Contemplamos diariamente el comportamiento de la pareja que se turna para calentar y proteger los huevos, y se abriga de la lluvia bajo unas cuantas ramas verdes. Pensaba en la simpleza y la belleza de ese nido y del comportamiento de los animales: qué poco necesitan, qué hermosos son, con que sabiduría habitan su entorno y utilizan lo que tienen a disposición. Y me destruía volver mentalmente a las imágenes de la basura que se está tragando las selvas y los bosques y los mares y todo aquello que hace posible lo que Manuel Vicent decía que era la vida.