Almadía vs. Sanín: entre el derecho y el desacierto

Almadía vs. Sanín: entre el derecho y el desacierto

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Me pasé el fin de semana leyendo argumentos a favor y en contra de Carolina Sanín. Los de quienes entienden su discurso sobre las mujeres trans como el inalienable derecho a disentir y los de aquellos que encuentran en este una incitación al odio.

Me siento más cerca de los segundos que de los primeros y no encuentro en la decisión de la editorial mexicana Almadía —cancelar el contrato de publicación de los libros “Somos luces abismales» y «Tu cruz en el cielo desierto”— un acto de censura: no existe el sagrado derecho a ser publicado por la editorial que yo quiero que me publique, por más que se le defienda y reclame.

Las obras de Carolina Sanín están, además, en los catálogos del gigante Penguin Random House, y de las editoriales Laguna Libros y Blatt y Ríos. Parece, pues, que la escritora, opinadora, intelectual y docente está lejos de ser cancelada o silenciada o censurada.

Tiene también su canal de YouTube, su cuenta de Twitter con amplia difusión (en la que tiene más de doscientos mil seguidores y donde bloquea a diestra y siniestra a otros tuiteros a placer) y la visibilidad que le dan los medios de comunicación a sus discusiones.

No creo pues, que la autora sea aquí una víctima de nada, aunque hubiera preferido que Almadía (a quien le concedo todo el derecho de incluir en su oferta editorial a quien le venga en gana) la publicara, para que el debate sobre su manera de ver el mundo no estuviera atravesado por la —inexistente para mí, insisto— sombra de la cancelación.

Sin embargo, hay dos asuntos que me quedan resonando, algo que me molesta o me inquieta. El primero es el debate inacabado (e inacabable) de si es posible separar al autor de la obra.

Ni en “Somos luces abismales” ni en “Tu cruz en el cielo desierto” se aborda el tema de la política identitaria, como Sanín se refiere a su absurda postura sobre lo trans: “Dentro de no mucho tiempo, tan pronto como perfeccionen los trasplantes de útero a hombres, organizarán el exterminio de las mujeres (hembras humanas, es decir, nacidas con vagina y útero). Es el próximo holocausto. Lo sé con certeza y me vale verga que me digan loca”, trinó ella, por ejemplo. No hay nada sosegado en su argumento.

En fin, que tampoco estaba en “Guernica” el machismo de Picasso, por traer a cuento un ejemplo de a lo que voy. O como tampoco en los textos del defenestrado Alberto Salcedo Ramos —fenomenales piezas del periodismo narrativo en los que hay mucho para aprender sobre el oficio de contar historias— hay rastros del comportamiento de macho acosador del que fue acusado.

Puedo admirar una novela como “La fiesta del chivo” e indignarme a su vez con el analista político en que devino Mario Vargas Llosa, quien no hace mucho anduvo por el mundo dando voces de aliento a quienes buscaban razones para votar por el recién derrotado Jair Bolsonaro.

El segundo de esos asuntos que me inquieta es, de nuevo, esa idea de evitar aquello que nos incomoda, el régimen de lo políticamente correcto que flota en el ambiente. “Si no eres capaz de decir lo que a otros les avergüenza, no sirve para escribir”, le hace decir Daniel Ferreira a uno de los personajes de su libro El año del sol negro. Y se vale cambiar en la frase escribir por pintar, cantar o esculpir, publicar… Ahí está El origen del mundo, la pintura de Gustave Courbet, como ejemplo.

Lo que me lleva al asunto de las motivaciones: si la editorial Almadía lo decidió porque así lo quiso y porque está en desacuerdo con Sanín, está en todo su derecho, como lo dije más arriba; si tomó la decisión preocupada por lo que pudieran pensar de ella algunos opinadores, si primó el miedo sobre la autonomía, ¡vaya desacierto!

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