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Hace un año fui víctima de abuso. Estaba en las escaleras eléctricas de un centro comercial y un hombre detrás de mí me empezó a tomar fotos con su teléfono por debajo del vestido. Al darme cuenta, lo abordé y le pregunté —¿Tú me estabas tomando fotos? — Él se puso muy nervioso, empezó a caminar más rápido y a decirme que no, que lo dejara en paz. Le pedí que me mostrara su teléfono y salió corriendo. Corrí tras él, pero logró montarse al carro y abandonar el centro comercial. Como algunos vigilantes observaron la escena, se acercaron a preguntarme qué ocurría. Les conté, y lo único que me dijeron fue que iban a revisar las cámaras para intentar identificar al hombre, lo cual era inútil pues los dos llevábamos tapabocas. Tomaron mis datos y días después recibí un correo de la jefe de comunicaciones del centro comercial pidiéndome excusas por lo ocurrido, pero que en las cámaras no se lograba apreciar el momento del abuso. Eso fue todo. Tampoco esperaba nada más, y no podía hacer mucho, pues no sabía el nombre del tipo, ni logré anotar las placas de su vehículo. Denunciar sin datos era imposible.

La situación fue traumática, frustrante, dolorosa, angustiante. Aún hoy, me invade una sensación extraña al recordarla, una mezcla entre ira y vergüenza, culpa, ansiedad. Les conté a mis amigos y a mi familia, pero no hablé de esto con nadie más. Pensé en narrar mi historia en redes sociales, pero sentí temor de que aquel hombre al que no conocía le llegara el video y me hiciera algo. Sí, así funciona el abuso. Te deja un miedo irracional que se apodera de todo lo que haces, crees que esa persona estará a la vuelta de la esquina, que te sigue observando, y que va a actuar de forma mucho más violenta si la expones. Y eso que yo no tenía a quién. Era un fantasma. Pero él sabe lo que hizo. Durante muchos meses me sentí insegura caminando sola, aún hoy, cada vez que me pongo falda o vestido miro por momentos hacia atrás para asegurarme de que no me vuelva a pasar.

Otra faceta del abuso son los comentarios que llegan luego de contar la historia, hirientes y señaladores, de las personas que más te quieren. Te revictimizan, como si fuera tu culpa: “¿Y es que el vestido era muy corto?”. Te juzgan, como si hubiera un manual para reaccionar: “¡Cómo se te ocurre abordar al tipo así, te pudo haber hecho algo peor!”, como si el abuso no fuera lo suficientemente grave. Minimizan la situación e invalidan tus sentimientos: “Por lo menos no te tocó, ni te violó”, ¡No pues gracias! Una puñalada tras otra. Sí, a unas mujeres las violan y las matan, y evidentemente eso es peor en la escala de los delitos que lo que me ocurrió, pero no por eso, que te tomen fotos debajo de tu ropa deja de ser grave y terrorífico. Es abuso y está mal.  

En mi mente he repasado la escena muchas veces y todavía se me acelera el corazón, me invaden la rabia y la vergüenza. Y también el desasosiego, porque esas situaciones ocurren todos los días, a todas horas, de noche y de día, con o sin público. Eso también duele, el silencio de los que observan aterrados o sorprendidos, pero eligen no intervenir, porque no es su problema. Alguna vez presencié otra escena en un centro comercial: un hombre se bajó de su carro a pegarle a otro que se iba a montar al suyo, yo me acerqué y de manera amable les dije: no peleen, no se traten así, hablen. Uno me miro con cara de agradecimiento, el otro continuó gritando, manoteando y amenazando con sus puños. Logré avisarle al vigilante y me fui porque no quería ver el desenlace de esa escena de terror. Y así es con todo, sobre todo con lo más terrible, se nos va la vida mirando para otro lado, haciéndonos los bobos. Hace poco le dije a un amigo que temía una guerra civil —a propósito de esta polarización tan violenta en la que estamos— y me respondió, con una naturalidad paralizante, que en guerra civil ya vivíamos. Estamos tan acostumbrados a los abusos y violencias de toda índole que ya la indiferencia pareciera ser más una característica propia de nuestra personalidad y no una elección en ciertos momentos.

Esta alienación con lo inhumano es la más desesperanzadora porque nos convierte en una sociedad de valores trastocados. Nos escandalizamos más con el lenguaje incluyente que con los homicidios a la comunidad LGBTI, con la despenalización del aborto que con los más de 6.000 seres humanos inocentes que mataron para mostrar como bajas en combate contra la guerrilla, nos horroriza más ver a una mujer gritando semidesnuda en una marcha reclamando sus derechos que la cantidad de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas. Nos parece normal el odio y nos alimentamos de él para seguir justificándolo. Hace muchos años leí una frase que no olvido: “Un país con hambre se come a sí mismo”. Y en Colombia sufrimos de dos, el físico y el espiritual. Seguimos encadenados.

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