Tengo la suerte de tener a todos mis abuelos vivos, y además de tener a una tercera abuela, la tía de mi papá.
Veo a los papás de mi mamá cada semana cuando estoy en Medellín, y cuando era chiquita iba a dormir a su apartamento en la Pilarica cada mes, mínimo una vez. Entre los dos agarraban una colcha, uno en cada punta, y la mecían conmigo adentro, explotando de la risa. Mi abuelo se jubiló cuando era chiquita, y después de eso lo pude ver mucho más. Le escribí una carta para que parara de fumar, diciéndole que lo quería tener conmigo por muchos más años, y él paró. No ha vuelto a fumar. Mi abuela todavía trabaja, y ha trabajado toda su vida. Su mamá, mi bisabuela, vive en la Floresta, y mi abuela siempre me ha llevado allí a hacer buñuelos los diciembres. Mientras escribo esto me llegó un mensaje de ella, adornado con emoticones de flores, estrellas y corazones. Siempre que hablamos por teléfono me echa la bendición, y me la imagino en el carro, en el apartamento, o en el trabajo haciendo el movimiento con su mano mientras me dice, “En el nombre del padre, del hijo y del Espíritu Santo.”
La mamá de mi papá es doctora y profesora del CES. Cuando iba a su casa me contaba sobre sus horas interminables de estudio, y de cómo aún, a sus sesenta y punta de años se levanta a las cuatro de la mañana a leer nuevos artículos, nueva información que la pueda ayudar a ser mejor internista y profesora. Cuando íbamos a Cartagena me contaba la historia de los piratas ante mi incesante curiosidad por la muralla, y me relataba, en sus palabras, la historia que todos reconocen cómo Del amor y otros demonios, por García Márquez. Nos alojábamos en el Santa Clara, ese hotel que fue convento, y siempre nos íbamos las dos, voladas, cuando el resto de la familia estaba en la piscina, a ver la tumba de Sierva María, que ahora queda debajo del bar del hotel. Hablo con ella de libros desde que tengo memoria, y toda la vida me llevó a clase de música en Cantoalegre. Me llevaba, me esperaba dos, tres horas, y luego íbamos a comer. Así todas las semanas, los miércoles. Los fines de semana en su casa eran de libros, y de hacer pancakes con manzanas endulzadas con canela. Por la noche tomábamos sopa de tomate Campbells con un poquito de crema de leche. Siempre.
Mi tía abuela y yo compartimos habitación siempre que nos vamos de viaje en familia. Me cuenta historias de su papá, Alemán, que escapó de la Segunda Guerra Mundial. Y desde chiquita, siempre que voy a su casa a dormir, compartimos cama. Cuando me daba miedo el hombre lobo, ella me decía que yo estaba segura en su cama porque era tan alta que el hombre lobo no me alcanzaba. Y claro, yo no me podía subir sola entonces tenía todo el sentido del mundo que el hombre lobo también necesitara ayuda para alcanzarme allí arriba, a un metro y veinte centímetros del piso. Ella también me mostró las obras de Botero, me acompañó a Nueva York cuando trabajé con la Fundación de la ONU, y se deslumbró conmigo cuando fuimos al MET. En mi cuello llevo colgado un collar que fue de ella, su regalo en mi primera comunión. Tiene sus iniciales talladas, CB. No me lo he quitado en tres años.
Yo también soy del pueblo, y no quiero volver a los valores de mis abuelos porque sus valores, sus vivencias, son las mías. Mis opiniones, mis pensamientos y mis actitudes frente a la vida son todos reflejo de las suyas. Yo no quiero volver a los valores de mis abuelos y mis abuelas porque esos son mis valores, esos son los valores del presente; no tiene sentido volver al presente. Sus valores fueron moldeados por sus experiencias, desde como el conflicto armado tocó a mis abuelos desplazando a sus familias de Salgar y otros pueblos, o conduciendolos a la huída, cómo a mi bisabuelo de Alemania. No quiero volver a los valores de esa época, a valores bipartidistas y violentos, a valores patriarcales y machistas. A valores que evitaron que muchos hombres disfrutaran de sus familias, y que muchas mujeres disfrutaran de un trabajo. No quiero volver a gobiernos de mano dura. Yo no quiero volver a los valores luego de tantos años de progreso, no quiero volver a los valores de la Colombia antes de la Constitución de 1991. Ahora que podemos tener otros, no volvamos a esos valores.
Esto es lo que le digo a Federico, candidato presidencial, tan paisa como yo. No hay necesidad de volver a los valores de nuestros abuelos y abuelas. Esos mismos valores se han transformado para adaptarse al hoy. A un hoy en el que los hombres y las mujeres tenemos los mismos derechos ante la ley, un hoy en el que no hay ninguna excusa para incitar a la guerra, un hoy en el que el internet nos ha facilitado la educación para que tal vez ya no repliquemos la misma ignorancia del pasado. Esos mismos valores de mis abuelos y abuelas ahora me han hecho feminista, me han empujado a ser aliada de comunidades marginadas, me han recordado la responsabilidad ciudadana que tengo para no votar por el “menos peor”, sino por una persona en la que confíe realmente. Esos mismos valores le han quitado legitimidad a las maquinarias políticas y a quienes las usan para hacerse parecer cómo candidatos independientes. Los valores de mis abuelos me han obligado a ser lo más libre posible, y a luchar por las libertades legales y sociales que aún no se me han concebido, empezando por el derecho a abortar y a tener agencia sobre mi cuerpo, mis decisiones y mi vida. Los valores que no pudieron tener, ahora los tengo yo. No tenemos que volver a los valores de los abuelos, sólo tenemos que recurrir a los valores de la juventud.