Abrazar lo impensable

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“Creo en la paz, y tal vez incluso en la paz a cualquier precio.”

“Pero evidentemente -dice-, si somos francos, eso es la guerra: obligar a escoger a alguien que si no no lo haría.”

Esperando a los bárbaros. J.M. Coetzee.

Hay una pareja de esposos veterinarios que hoy son mis héroes en Ucrania. Una mujer y un hombre jóvenes que ya se dedicaban a curar y salvar animales cuando les cayó encima la guerra, volviendo descomunal su labor. Viven en Odessa y, aun con sus vidas en riesgo y cada vez menos recursos, siguen salvando animales. Me he acostumbrado a ver sus videos con escenas cotidianas esperanzadoras en las que sonríen junto a ellos en medio de los apagones y las bombas, y relatan otra mirada de la guerra para quienes la seguimos de lejos. Pero la semana pasada publicaron un mensaje asustados, diciendo que estarían fuera de redes sociales por un tiempo, que habían bombardeado Odessa muy cerca de su casa y estaban sin energía ni agua, sin poder calentar a los animales en ese invierno y viviendo al límite de sus fuerzas.

No dejo de pensarlos. El 24 de febrero, día en el que Rusia atacó a Ucrania, se siente ya muy lejos. Cerraremos el año con una guerra que se ha vuelto costumbre, que se va invisibilizando como todo lo nefasto de la humanidad, mientras sufren millones de personas y animales, y se destruyen la infraestructura y la naturaleza de un país. Pasan frío en medio del miedo, así que difícilmente podría ser peor. Cuando estoy en la cama o en la oficina preocupada por cualquier otra cosa pienso en ellos. Y tengo la impresión de que la vida no puede sino complicarse.

Dice Stefan Zweig que “la vejez no implica más que cesar de sufrir por el pasado” y entonces imagino la ausencia de futuro en quien no es viejo aún. ¿Deja también de sufrir por el pasado? Hay, tal vez, presentes demasiado hondos. Se desdibuja el ayer como una batalla de alguna manera superada pero casi irrelevante, y el mañana es tan abstracto como la muerte, tal vez porque se le parezca.

Es curioso que en una época en la que tenemos los mayores avances de la historia en ciencia, tecnología y, esperaría uno, humanidad, la vida se sienta tan vulnerable, la existencia tan efímera, el futuro tan incierto. A mi alrededor tantas historias de rarezas o finales y no precisamente en la vejez. Yo misma siento una especie de levedad que hace borroso el mañana. La madurez proporciona una mayor comprensión de muchas cosas, pero también la testarudez para rebelarse ante ellas. Se va logrando concebir lo que era inconcebible, y eso asusta pero libera, entonces descubre uno que era verdad que todo podía cambiar, que las garantías no existen y que estar aquí es la única condición necesaria para no estarlo más.

Ha contado el escritor Ricardo Silva Romero que el año 2016 le sirvió para constatar la dureza de la vida. Es que hay momentos, hechos, como atestiguar esas primeras caricias de la vejez de quienes uno ama, que no dan espacio para nada más, que le confirman a uno que esa dureza es para cualquiera que respire. Que vivir es para valientes. Por eso que hay que acostumbrarse a transmitirse esperanza a uno mismo, saber de dónde agarrarse cuando tiembla y cuando existir se convierte en lo impensable. Porque la paz es muchas cosas, y es también poder decirse que todo estará bien.

En medio de tanta bruma, el año termina anestesiado por el mundial, que no deja de reflejar el poder a través del juego y en medio de una diversidad que continúa incomodando a demasiados. Yo sigo viendo videos de Leonid y Valentina Stoyanov alimentando y calentando a sus animales. Resistiendo. En uno de los más recientes mostraron a sus dos miquitos, que no se llevaban bien, abrazados en la primera noche de invierno sin calefacción. Quizás aprender a vivir sea eso: abrazar lo que uno jamás hubiera imaginado cuando lo importante borra lo demás. Abrazarse a lo que pueda salvar.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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