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Valeria Mira

A todos mis muertos

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"En las semanas que siguieron a la partida de mi padre, solo encontraba refugio en el sueño y en la lectura. Cuando dormía lo veía feliz, nos reíamos juntos y mi corazón se calentaba con la luz que iluminaba esos encuentros."

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De niña soñaba conocer a mi abuelo paterno. Era un deseo muy particular porque él murió seis años antes de mi nacimiento. Cuando estaba sola lo llamaba con la mente: abuelito, aparece. Esperé pacientemente su visita, pero nunca llegó o, al menos, no como yo me lo imaginaba. Con el tiempo aprendí a sentir su presencia sutil y seguí pidiéndole compañía, sobre todo cuando caminaba sola en las noches. Este juego era mi secreto. 

En 2012 murió mi abuela y abrimos el columbario familiar, sellado desde 1986, para poner un cofre con sus cenizas. Esa fue la primera muerte cercana que viví con conciencia. Iba a cumplir veinte años y lo que más me impresionó fue ver a mi papá llorar como un niño. Su imagen era una sentencia: algún día iba a ser yo la que lloraría por él. La cita se cumplió antes de lo que esperaba. Mi papá era un hombre joven y vital, todo lo contrario a lo que se supone debe ser un moribundo. Recuerdo que alguien llamó al otro día de su muerte para asegurarse de que la noticia fuera cierta. Creer que es cosa de viejos y enfermos hace fácil olvidar que lo único que se necesita para morir es estar vivo.   

En las semanas que siguieron a la partida de mi padre, solo encontraba refugio en el sueño y en la lectura. Cuando dormía lo veía feliz, nos reíamos juntos y mi corazón se calentaba con la luz que iluminaba esos encuentros. Leer era entrar en una conversación en la que el dolor se volvía más ligero. Los sueños están apuntados en una libreta amarilla que no he vuelto a abrir desde que llené todas sus páginas con unas descripciones torpes sobre lo que recordaba al despertar. El libro, en cambio, lo consulto con frecuencia. 

Se trata de Experiencias con el Cielo, de la doctora Elsa Lucía Arango. A él había llegado unos años antes, luego de que una amiga muriera. En esa primera lectura me encontré con ideas que retaban mi racionalidad, pero que se sentían inesperadamente cercanas. Esa copia se la regalé a la mamá de mi amiga. En el duelo de mi padre el libro volvió a mí y su compañía fue un bálsamo para los días en los que las preguntas que me hacía para encontrarle sentido a lo que estaba viviendo me abrían huecos en el corazón.

A mi papá lo despedimos en agosto, y en enero lo siguieron mi abuelo materno y un tío abuelo. Leer el libro se convirtió en un ritual familiar en el que encontramos la serenidad necesaria para transitar nuestros duelos. Este curso intensivo sobre la muerte despejó las dudas que alguna vez tuve sobre lo que significa morir. También me permitió tener conversaciones sinceras sobre el lugar que le damos a la muerte en nuestra vida privada y pública. Morir implica cuestiones prácticas que deberíamos poder discutir sin miedo:  ¿estamos de acuerdo en que nuestra vida se mantenga artificialmente? ¿qué queremos que pase con nuestros cuerpos? ¿le pondremos fecha a nuestra muerte?

El libro de Elsa Lucía me recordó que puedo conectarme con las formas sutiles del amor, ese que no se acaba cuando el corazón se detiene, que me acompaña a caminar y que llega convertido en colibrí a las flores que veo desde mi ventana. Hoy puedo decir que anhelo el día de mi muerte y que esta confesión no tiene una finalidad distinta a la de anunciar que he hecho las paces con mi humanidad. Esa es la forma de honrar a todos mis muertos.

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