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Entre más columnas escribo en No apto, más asumo su rol en mi vida como un diario, una plataforma donde semana a semana abro las puertas de una catarsis personal donde puedo, aunque no por primera vez, plasmar mis cuestionamientos, pensamientos y vivencias en palabras.
No hay ejercicio para mi más liberador que ponerle nombre y apellido a lo que siento, aunque ahora la diferencia es que hay quienes leen lo que escribo, cosa que todavía me parece descabellada. Porque siempre escribí, siempre tuve libretas llenas de ideas, canciones, poemas, ensayos y artículos. Entonces, en el marco del segundo día de la madre que paso por fuera de Colombia, tuve la idea poco original de escribir sobre mi mamá.
Mi mamá me tuvo a los 24 años recién cumplidos, y no solo fui la primera hija, sino que también fui la primera nieta, bisnieta, sobrina, y sobrina nieta. Muchas veces me he preguntado si mi mamá realmente estaba lista para tener hijos cuando lo hizo, especialmente ahora que solo estoy a cuatro años de tener su edad en el momento de mi nacimiento. Porque claramente yo no lo estoy ahora, y creo que en cuatro años tampoco lo estaré. Y recientemente he escuchado muchos podcasts sobre la maternidad, y su influencia en las relaciones de género. Mi favorito fue sin dudas el de Amalia Londoño en El club del caos. Mucho se ha hablado de maternidad, y admiro a las mujeres que han empezado a entablar conversaciones sobre la realidad de convertirse en madre, cómo esto afecta (o no) sus vidas laborales, sus ambiciones, sus metas y sus deseos. Pero aún no he visto, por lo menos no en este medio, a alguien hablar sobre la maternidad desde la perspectiva de una hija.
Aunque debería decir “mi mamá,” porque mamás en el mundo hay muchísimas, en mi casa es “la mamá.” Intuyo que esta diferencia viene del hecho de que crecí bajo la certeza de que en mi mundo, mamá hay una, y por ende, es LA mamá, única e irreemplazable. Entonces, la mamá me enseñó a lavarme los dientes. Después de bañarme me echaba crema humectante para que no se me resecara la piel, aunque yo lloraba porque estaba muy fría; ella cogía la crema y entre sus dos palmas la frotaba para “calentarla” y solo con este gesto, yo paraba de llorar y patalear. La mamá me enseñó a leer, y cuando íbamos a Cartagena en viajes familiares, me contaba una y otra vez la historia de “los piratas”, explicando cómo la muralla que me causaba tantas dudas fue construida para defender la ciudad de los piratas.
La mamá me maquillaba todos los Halloween con su propio maquillaje, y me dejaba disfrazarme de lo que yo quisiera. Inclusive cuando a los nueve años quise disfrazarme de La Pola, buscó referencias en telenovelas, y me armó el mejor disfraz del mundo. La mamá me dejaba ponerme sus tacones, siempre iba al colegio a la entrega de notas, tomó la decisión de cambiarme de colegio para que yo aprendiera inglés. Me regaló un hermanito a mis seis años, y para evitar mis celos, le pedía a quienes iban a conocer al bebé que me prestaran más atención a mí.
La mamá estuvo en la universidad toda mi infancia. Les pedía a sus compañeros que fueran a nuestra casa para hacer los talleres y proyectos grupales, porque ella quería estar ahí para darme las buenas noches, aunque le siguieran trasnochadas violentas para terminar sus estudios. Me llevó a la presentación de los proyectos finales de su clase, la Cátedra de la paz y la reconciliación, aunque no asistiera al colegio ese día, porque “no va a haber otra oportunidad igual para que aprendas de tu país.” Se graduó cuando yo tenía 15 años, y ella 39, y en la graduación estuvimos mi papá y yo sentados viendo cómo llamaban su nombre y recogía su diploma. Allí fue cuando me prometí que iba a graduarme de mi universidad soñada, que iba a trabajar duro para que me aceptaran en una de las mejores universidades del mundo, porque si ella pudo graduarse mientras era mamá de dos hijos, a los 39 años, nada era imposible. Ahora me faltan dos años para graduarme de la Universidad de Edimburgo.
La empatía que siente es infinita. Fue casi obligada a recibir un perro durante la cuarentena, aunque nunca había tenido mascotas. Y un año después, cuando vio el caso de una perrita callejera en San Andrés, decidió adoptarla también, y ahora es su sombra. “Claro, te tenías que conseguir otra hija cuando yo me fui,” le digo. Y hace tres semanas me mandó una foto de un perro enorme que había recogido de la calle. Claro, lo adoptó, y ahora estamos pensando nombres para un perro que parece un tanque de lo grande que es. Y el papá, tan animalista y ambientalista, es feliz viéndola en su nuevo rol de mamá perruna.
Empecé a jugar voleibol porque ella me contaba historias de cuando jugaba en el colegio. Fue mi referente de buena amiga, porque siempre estuvo ahí para las suyas cuando lo necesitaron. Y aunque se derrumbó a lágrimas cuando mi hermano tuvo un tumor cerebral, nunca paró de ser la mamá. El día de la cirugía nos quedamos los tres, mis papás y yo, esperando que saliera bien, hablando de todo y de nada, cogiéndonos las manos. La mamá siempre me dijo que haría lo que fuera por vernos bien a nosotros, y su compromiso con nuestra familia, para criar hijos con valores, siempre estuvo primero.
Tuvimos muchos años de discordia. Peleábamos día de por medio, no la soportaba, aunque ahora creo que la raíz de mi rebeldía fue ver en la mamá alguien tan parecido a mí, que me frustraba, porque yo no me gustaba. Pero ella me mostró compasión siempre. Su corazón es más grande que todo en el mundo, porque cuando dije cosas imperdonables, inclusive cuando cometí los peores errores, la mamá siempre me perdonó. Esa fue la mayor lección porque me llevó a la decisión de reconstruir mi relación con ella, y conmigo. El perdón de la mamá me llevó a perdonarme a mí misma. Y el mejor regalo que me ha dado ha sido permitirme ganar su confianza.
Porque entre más años cumplo, más amigas somos. Los días de los regaños cada vez son más lejanos, y los días de chisme y de pedir consejos son más frecuentes. Nos contamos de nuestros días, y hay veces que la llamo solo para mostrarle una flor que me encontré en el camino yendo a la universidad. Celebra todos mis logros, y es la vocera oficial de mi vida, contándole al resto de mi familia sobre las extracurriculares, las notas en la universidad, los profesores, las oportunidades, los viajes, las amigas. La mamá hace yoga, me enseñó la importancia de aspirar a una vida en balance, y me ha permitido hacer parte de su mundo, que ahora sé es mucho más grande que nosotros. Porque ella es una mujer completa, y verla en su mundo, con sus amigas, con su esposo, con sus hijos, con sus hobbies, ha sido la inspiración más grande de mi vida. Me ha hecho darme cuenta de que yo también soy una mujer completa.
Ojalá la mamá me acompañara hasta el final de mis días, y si existe un cielo, ojalá esté lleno de aceites esenciales, colchonetas de yoga, novelas históricas, y perros para que incluso después de la muerte podamos seguir disfrutando juntas. Pero, aunque la vida de la mamá, así como la mía y la de todos, no es infinita, ella sí lo es. Porque ella está presente en todo lo que mi hermano y yo somos, todo lo que hemos hecho, hacemos y haremos. Ella es la raíz de mi amor profundo por la humanidad, que respalda mis deseos de vivir en un mundo justo. La mamá es infinita, es eterna y atemporal porque, aunque vivamos lejos, aunque nos veamos solo dos veces al año, está presente, siempre. Estará presente cuando me gradúe, cuando trabaje, cuando tenga pareja (y cuando no), cuando tenga hijos (o no). Eso me trae paz cuando paso otro año más, otro día de la madre, sin abrazarla. Sé que está aquí, en mí.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/