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Aterricé un día soleado en Ámsterdam. El aeropuerto, cerrado por la pandemia, estaba vacío. Éramos el único vuelo de esa tarde. Cuando salí, me sorprendió que el calor era húmedo. En camino a mi residencia estudiantil alcancé a dañar mi chaqueta, perderme y dejar que me estafara un taxi porque se me había acabado la pila del celular. Mi inglés era tímido y trataba de hablar lo menos posible. Se sentía raro abandonar el español. Se sentía raro estar tan lejos. Me emocionó mucho que se abriera la vida así. “Se abre una nueva vida lejos de la mía”, dejé esa noche en mi diario entre el jet-lag y el cuarto que me recibió en silencio.
Había tenido una sola mudanza antes en mi vida; un breve paso por Bogotá cuando había cumplido dos años. Tengo algunos recuerdos, pero el resto de mi vida se la entregué a Medellín que, no solo por la gente y los recuerdos sino también por mi comodidad cultural, es la ciudad que, por ahora, concibo como mi hogar eterno. En Ámsterdam no puedo hacer chistes sobre estereotipos paisas ni puedo convocar visitas espontáneas a cantinas rústicas y hermosas en los pueblos del suroeste. No puedo hablar como para mí hablan los humanos: en un paisa silbado, metafórico, sarcástico y un tanto vulgar. Todavía, en mi mente, esa sigue siendo mi realidad; la que hay allá. Quizás todo lo demás es una exploración de este mundo, pero mi base está allá.
Mientras mojaba, lentico, mis pies en el mundo de la adultez, llegué a admirar una capacidad que parecen cargar todos los adultos en silencio. Parece ser un secreto, nunca los he cogido hablando de esto. Han sido capaces de aguantar cambios a sus vidas demasiadas veces. Han sido capaces de soltar épocas y contentarse con las nuevas. Han dejado casas, personas, lugares, canciones y chaquetas atrás una y otra y otra vez. Ellos ya lograron, me parece a mí, aceptar el dinamismo de la vida. Los cambios que se acercan calladitos a llevarse el presente y sumergirlo en el pasado.
Nadie me dijo que llegar a Ámsterdam sería mi primera excursión para aprender esta habilidad. Nadie me contó que no volvería a vivir con mi hermana y mi mamá como vivimos en Medellín. Nadie me contó que no volvería a hablar con docenas de personas que fueron, un día, mi todos los días. No hubo ni una sola advertencia de que no volvería a dormir acurrucado con mi perro en las noches templadas de Medellín. Que dejaría atrás las mañanas con Milo y El Colombiano y la voz de mi mamá al teléfono. Sabía que la vida cambiaba, pero no así. No tan absolutamente. Y no gracias a una decisión tan consciente.
Cuando llegué a Ámsterdam el Milo y las llamadas seguían ahí si quería volver. Fue el tiempo el que se los llevó sin avisarme. Que instaló la vida que hoy llevo como un igual a esas mañanas diáfanas en Medellín, rodeado de amor, español y perros. Hoy, el frío mañanero, los supermercados holandeses, los sofás universitarios y las bicicletas representan mi realidad y mi vida. Pronto, en unos meses, dejaran de serlo también, y tendré que aceptar, como los adultos lo han hecho, que pasó otra época que jamás volverá. Y así seguirá la vida, abriéndome puertas, para conocerlas, vivirlas, y dejarlas para siempre. Dejando para siempre los pellizcos de la nostalgia para algunas noches, y las personas que protestamos dejar al olvido.
Acá también estoy aprendiendo, como ustedes, esta terrible capacidad para aceptar el cambio. Miedoso que es, doloroso que ha sido por momentos. En esa llegada húmeda, no sabía lo que había entregado y que, de verdad, no solo en papel, se me había abierto otra vida. Que ahora se está acabando. Y así seguirá, y así me tocará aprender a sostener nostalgias mientras construyo la vida. Quizás algún día logre aprender.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/